martes, 27 de septiembre de 2011

El auto rojo

Para mi pata Enzo Chang que amenaza con un día regresar.


Debíamos estar mal de la cabeza, Chino. Cuando le cuento a la gente acerca de esa manía que teníamos de meternos dentro del auto rojo de tu tío, ese que nunca veía el sol porque nunca salía del garaje de tu casa, ese al que luego le tendíamos una extensión eléctrica para instalar una grabadora que cargábamos sobre nuestras rodillas, tan sólo para sentir la sensación de escuchar música metidos dentro de un auto, creen que miento, creen que es uno más de mis cuentos. A ver, ¿cuántos éramos?: tú, Nino, Francisco, las gemelas, Veca, Jochi y yo: ocho personas; ocho personas aupadas en un auto para cinco. Debíamos estar locos, ¿no?, Chino. Y flacos, famélicos, hechos unos palitos porque ahora, con esta grasa abdominal que no baja por más que vayamos al gimnasio, no cabríamos en él por nada de este mundo. ¿Y por qué lo hacían?, me preguntan. Porque un auto sin música es un como un cuerpo sin alma, les digo. Porque, claro, pudimos haber hecho como hacían los «chungitos», por ejemplo, sacar un minicomponente a la calle y beber alrededor de él; o como los Gonzales que reventaban su casa con esa música horrorosa que nunca entendimos, pero, no, a nosotros nos daba por meternos a ese auto rojo de tu tío como astronautas que se meten a un transbordador espacial; como si dentro de él, escuchando a Sabina, a Calamaro, a Sosa Stéreo; como si cantando en coro sus canciones, nuestra amistad se densificara, se hiciera más fuerte, dura. Y nos matábamos de risa. Y conversábamos, Chino; sobre todo eso, conversábamos que es algo que los jóvenes de ahora no hacen; porque tú vieras como es nuestro barrio ahora; llena de desconocidos, sin niños, sin jóvenes conversando, sin gente oyendo música; o sea, no se parece en nada al Hualcán de los noventas, al Hualcán que dejaste el 2003. Para que veas que llevo la cuenta y para que veas que me acuerdo del año que te fuiste al otro lado del mundo donde, según dicen, esa epidemia del no-conversar es mucho peor. Por eso tienes razón, cuando dices que nunca seremos más libres ni más ingenuos como en esos años. Quizá por eso Nino, aún cuando ya no vive en nuestra calle, todavía se escapa un fin de semana y aparca su auto negro y nuevo frente a la casa de Francisco y conversamos los tres. Y escuchamos música. Y nos acordamos de ti, de las gemelas, de Veca, de Jochi. Y nos matamos de risa. Y nos acordamos de las maratones de felicidad que armábamos en tu casa. Tu casa que ahora tiene tres pisos y varios inquilinos. Inquilinos que entran sin saludar por la puerta de la cochera. La cochera en que ya no está aparcado aquel auto color rojo. El auto rojo que un día se llevaron sin que nos diéramos cuenta y que, seguramente, terminó desguazado en el taller de algún chatarrero; sin nosotros, sin música, sin alma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario