lunes, 21 de diciembre de 2009

Mi buena acción del mes

A pesar de mi apatía por las navidades, mi amiga me ha convencido de que hacerle un regalo a una persona necesitada y desconocida es la mejor manera de involucrarme y realizar mi buena acción del mes. Me envía un correo electrónico y una lista con decenas de nombres de niños que viven en la octava zona de Collique, en Comas. Escoge uno, me dice y me da instrucciones de la fecha y lugar de entrega del regalo. Hecho una mirada a la lista con la intensión de tomar alguno al azar, pero me detengo ante Franklin Cervantes. A juzgar por el apellido, supongo que algo de literario tendrá. Luego llamo a mi amiga para preguntarle si sabe qué es lo que le gustaría recibir de regalo. Voy a averiguar y te llamo, me dice.
x
A mí me gustaban los camiones. Del tamaño de un zapato, mis camiones de plástico solían recorrer las serpenteantes carreteras, a escala, que yo y mis amigos construíamos en los pequeños acantilados del estadio de Colcabamba. Descendían alturas, cruzaban puentes, sorteaban badenes y llegaban a su destino con el chasis dañado y las ruedas engomadas de barro, pero con la carga intacta: como los camiones de verdad. Había un deleite en ello. Decidir el trazo, escarbar la tierra, estrenar el recorrido. Toda una mañana, toda una tarde, toda una niñez. Pero el mejor regalo era subirme al camión de mi padre. Viajar a su lado, verlo dominar aquella maquina indescifrable que rugía sus motores según sus órdenes para vencer las punas que separaban a Colcabamba del resto del mundo, era como acompañar a Neil Armstrong en el primer viaje a la Luna. Con él, a los cinco años, conocí Ayacucho, Huancavelica y Huancayo. Con él avancé al lado de los meandros del valle del Mantaro, atravesé Los Andes y en la Costa Verde vi el mar por primera vez en mi vida. Así como los marineros le ponen nombres a sus barcos, los colcabambinos le ponían nombres a su camiones. El de mi padre se llamaba (con toda justicia) «Rico Papá».

Franklin quiere ropa, dice mi amiga por el celular. Talla 14, como para un niño de 10 años. O si prefieres un par de zapatillas. Me interno en las tiendas del Megaplaza con la idea de que en una media hora puedo encontrar algún regalo. Saga, Ripley, Topy Top. Al cabo de dos horas aún no sé qué regalar. Llamó a mis amigas que son madres y les pido consejos. Un polo y una camisa, me dice una; unos pantalones, me dice otra; zapatillas, no porque uno nunca sabe con las medidas, me aconseja la última. Subo a la tienda de juguetes sólo por curiosidad. Para mi sorpresa no hay camiones. A lo más naves que disparan luces de colores, camionetas que surcan dunas fantasmas, automóviles que se transforma en robots.
Regreso al Topy Top y me decido por un polo y una camisa. Confío en que los colores y modelos serán de su agrado. Compro una bolsa de regalo y le escribo a Franklin una nota. Le digo que a pesar de que no nos conocemos le envío este regalo con mucho cariño y que espero que siga estudiando porque sólo estudiando se puede salir adelante. Yo hubiera preferido un camión.

1 comentario:

  1. El párrafo donde describes tu amor por los camiones así como los recuerdos del camión de tu padre es buenísimo. Cumple a cabalidad el objetivo de transportar al lector por esos senderos donde transcurrió tu feliz infancia.

    ResponderEliminar