…La tierra es azul
Yuri Gagarin, dixit
El avión despega del Jorge Chávez.
Es junio, es mediodía y el cielo limeño es tan raramente diáfano que se puede
ver el sol sonriendo en un fondo celeste eléctrico. Como cada dos años, mis
amigos de la UNI y yo abandonamos el bullicio y los deberes en Lima para
conocer alguna esquina del mundo. Tras el temblor del despegue, el avión se
transforma en un ave paciente que me eleva a los aires dentro de su panza
cilíndrica. Abajo, el Rímac parte la ciudad con un tajón negro y la avenida Faucett
es una línea negra entrecortada con carritos lentos de colores que parecen ir ordenados
camino al mar. El avión vira al oeste y el plano del océano se inclina. La isla
San Lorenzo es un pez gordo sobre una laguna, los barcos diminutos frente al
Callao sobre el espejo de agua son rayitas negras sobre un papel verdoso, el
océano se transforma en cielo hasta que el horizonte vuelve a su lugar, el
avión toma más altura y enrumba a Sao Paulo, Brasil, alineado al Océano Pacífico.
Enciendo el Ipod ahora que el
piloto anuncia por el altoparlante que todo está permitido. Lo pongo en random para que sea el azar quien seleccione
la música que acompañará mi vuelo. «Human» de The Human League y Lima, poco a
poco, deja de ser un entramado pardo salpicado de verde y se transforma en desierto
y mar. Me pego más a la ventana del avión para no perderme la oportunidad de
reconocer el Perú ya no en los planos de ingeniería sino bajo la lámpara de este
sonriente sol y este cielo limpio.
«Taking control» de Alberta Cross y aparece la alfombra verde a cuadros del valle de Cañete partiendo el
desierto en dos; «To love you more» de Taro Hakase sobre la comba rojiza de Paracas
que apunta al océano, «Bricks and mortar» de Editors con la serpiente verde en
medio del angosto valle del río Ica. El avión ahora vira al este y se adentra
al desierto, mi Ipod lanza una señal de alerta y luego entra en epilepsia. Lo
apago (conozco sus achaques ante los cambios de presión atmosférica). El mar
desaparece y todo es un desierto marciano: montañas, quebradas, llanos rojizos.
La falta de música en mis oídos hace de ese territorio más marciano aún y
termino extraviado, ya no sé dónde estoy. El llano cambia. Dos enormes hoyadas
se hunden en el desierto como los ojos de una calavera. Deben ser las minas de
hierro de Marcona, pienso para mí. El avión sobre vuela los ojos y continua su
marcha hacia las montañas. Unas cuantas nubes extraviadas aparecen bajo
nosotros y parecen acompañar el vuelo. Ahora
el desierto se agrieta, se arruga y se vuelven cerros verdosos. Se empinan más,
más y más y se transforman en la muralla de Los Andes. Aparecen los primero
nevados. Copos blancos coronando picos marrones alineados hacia el sur. El
Coropuna, el Salkantay, supongo. El avión se sacude con las turbulencias y el
capitán manda a todos a abrocharse los cinturones. El avión recobra la calma,
las montañas se aplanan poco a poco, enverdecen y se transforman en un bosque
interminable de arbolitos de brócoli. Todo es igual ahora: verde, verde y más
verde. El paisaje se hace aburrido. La modorra me invade. Tomo la almohada de
vuelo y apoyo mi cabeza a la ventana para dormitar. Enniñezco. Soy de nuevo el
niño de ocho años que en la Escuela de Varones N° 524 de Colcabamba, Huancavelica, repasaba el
mapa del Perú en su libro “Escuela Nueva”: un territorio alargado de cinco
puntas dividido en tres colores: amarilla la costa, verde la selva; la sierra,
marrón.
(Foto: Internet)
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