viernes, 9 de octubre de 2015

Volar

Me invitaron a leerles cuentos, a hablarles de literatura. Entré al aula, los saludé, les dije que era colcabambino como ellos, que mi casa era aquel caserón de cancas y huerto verde que aun se mantiene de pie en la bajada a Campo Armiño, que había estudiado en el colegio Mayolo y que después me había ido a estudiar a Huancayo, a Lima y que alguna vez termine escribiendo en una isla al sur del Japón. Cierren sus ojos, les dije, ciérrenlos, pónganse cómodos e imaginen esta historia que les voy a contar. Entonces les leí:
Tres, dos, uno: ¡Ignición!, gritó la voz del abuelo por los audífonos. Un fuego rojo y denso comenzó a salir por las toberas, un fuego que se transformaba en un torrente de vapor turbulento que inundaba los alrededores. El terremoto de la nave rompiendo la inercia empezó a sacudirlo todo, las fuerzas de reacción apretujaron tu cuerpo, la nave levitó, aceleró y entonces, desde la cima pelada del cerro Plazapata, el Quillincho I despegó con dirección a la Luna. Te asomaste, pudiste ver el pueblo bajo tus pies. Colcabamba lucía como un estadio gigante y vacío, una hoyada cubierta de cultivos de habas, papa, maíz; las chacras eran alfombras a cuadros, retazos marrones, verdes, amarillos, cerros salpicados de árboles y diminutas casas de adobe y tejados de arcilla. Viste el río Colcabamba atravesando el valle de Pilcos, desembocando en el Mantaro, uniéndose luego al Apurímac, al Ene, sumándose al Perené, abriéndose paso en la selva con un camino cada vez más ancho en busca del Atlántico. A medida que la nave ascendía, viste esos ríos como hilos plateados que agrietaban una maqueta gigante del Perú: costas amarillas, sierras marrones, selvas verdes, como en tus libros de geografía. El día era diáfano y soleado. Observaste el Océano Pacífico acariciando la costa peruana con una espuma blanca, el perfil de guacamayo de la península de Guayas en Ecuador, la cóncava costa colombiana y la cintura de hormiga de Panamá; reconociste el apéndice colgado de Florida, la tripa de Cuba y Puerto Rico, el codo empinado de la península de Yucatán en México. Hasta que te fue imposible distinguir las costas de los mares. La tierra comenzó a tomar, poco a poco, la forma de un balón, un amasijo esférico, blanco, verde y azul, delante de un fondo negro; un fondo que terminó por imponerse hasta convertirlo todo en oscuridad. El terremoto terminó entonces. Los ruidos cesaron, el movimiento de la nave pasó a ser tan suave como la tranquilidad que sucede al despegue de un avión. ¿Estás bien?, te preguntó el abuelo. Dentro de la escafandra de cristal, reconociste sus párpados ajados, sus ojos de chino feliz. Sí, abuelito, respondiste. Trata de hablar lo menos posible, te indicó; debemos ahorrar oxígeno. Ahora el viaje será largo, pero tranquilo, no te asustes si sólo ves oscuridad. La oscuridad se lleno entonces de estrellas, tan al alcance de las manos que sentías tocarlas. Reconociste esa imagen. Era el mismo cielo negro e iridiscente que recordabas haber visto el año anterior, cuando atravesamos a medianoche las punas de Pampas, viajando sobre el camión del tío Máximo camino a Huancayo. Cerraste los ojos y los volviste a abrir. Tu cuerpo se sentía como una burbuja atrapada en el agua, queriendo ascender. Soltaste el cinturón de seguridad que te ataba al asiento y te dejaste llevar por la ingravidez. Tu cuerpo se alivianó como una pluma y quedaste suspendido, flotando, mirando aquel enjambre de luces sin final…
Y hubieran visto sus caras cuando terminé de leer la historia. Las caras de quienes acaban de pasear por un cuento, las caras de quienes acaban de vivir una vida, las caras de quienes acaban de regresar de la Luna. Y hablamos de qué les gustaría estudiar. Y hablamos de literatura, de música, de ingeniería. De sueños, de quechua, de Colcabamba. Y nos reímos. Y nos tomamos esta fotografía.

sábado, 8 de agosto de 2015

Lima, tú ni tienes cielo

Mi colegio en Huancayo era tan grande, pero tan grande que para tirarse la vaca no era necesario salir fuera de los limites de propiedad. Para desertar de las clases, para olvidarse de los profesores, bastaba traspasar el pabellón de mujeres, saltar el muro de tapiales y perderse entre los cerros de desmonte del inmenso terral sobre el cual, se supone, alguna vez se construiría el gigantesco y monumental estadio olímpico. Pero solo los malandros del 5to P y demás iban para allá: los vagos, los viejos, los altos, los auténticos rebeldes. Los que llevaban triqueando el último año de la secundaria, los que ya no les importaba nada más. Los enanos y nerds del 5to K, no, nunca. Había que estar loco para retar al profesor Huamán y su patrulla de brigadieres que de vez en cuando peinaban la zona y barrían la bazofia. Pero una vez fui. La vez que me nombraron brigadier de mi aula y también me tocó patrullar. En uno de los cerros de la tribuna norte, tirados sobre una alfombra de pasto y arbustos de chilca, los encontré fumando, cagándose de risa y escuchando “Heavy Rats”. No me atreví a interrumpirlos. Detrás de un parapeto de adobes desterrados, mi compañero y yo nos quedamos escuchando a Danai catándole a Lima desde un minicomponente a pilas. “Lima, vieja sucia aldea/vieja pituca sin tierras/Lima tú ni tienes cielo”. Yo no conocía Lima entonces y no entendí bien que quería decir todo aquello. Pero me acuerdo bien de la canción cuando veo el cielo panza de burro, cuando camino en los cerros pobres, cuando pasan semanas y no sale el sol.

sábado, 6 de junio de 2015

Estanque de tormentas


En la ingeniería de depuración de aguas servidas existe un elemento hidráulico llamado estanque de tormentas. Enormes depósitos del tamaño de un estadio de futbol construidos debajo de ciudades con altas precipitaciones como Tokio, Madrid, en las que las aguas de lluvia son almacenadas para su posterior tratamiento antes de regresarlos a los ríos. Los estanques filtran la suciedad que arrastran las primeras horas de lluvia. Polvos, plásticos y demás restos sólidos que de otra manera terminarían contaminando los ríos y mares, son retenidos en el fondo de los estanques y dispuestos luego en rellenos especiales e inocuos. Pero también sirven para regular el caudal de tratamiento. Pasada la tormenta, el enorme volumen de aguas sucias es tomado de a pocos, en los litros por segundo para las cuales las plantas de tratamiento fueron diseñadas, y son depuradas con precisión y tranquilidad. Lo descubro asombrado en el curso de depuración de aguas que estoy llevando. Para alguien que vive en una ciudad ubicada en medio del desierto, para los habitantes de una ciudad en la que nunca llueve, saber de este tipo de estructuras es como ver las nuevas fotos marcianas del Curiosity. Pero ojalá también nosotros tuviéramos un estanque de tormentas. Nosotros individuo, nosotros sociedad. Un depósito subterráneo donde retener las basuras, donde regular nuestra capacidad de depuración.