miércoles, 29 de agosto de 2012

Orfeo en Los Andes


Solían ser acollinos y llegaban en banda. En banda de música, quiero decir. Igualitos que Orfeo, aquel personaje de la mitología griega que, según dicen, cada vez que tocaba su lira, hacía que los hombres dejaran de hacer lo que hacían para oírlo y descansar el alma; igualitos a él, los acollinos llegaban a Colcabamba y lo cambiaban todo. Apenas los oíamos tocar el “torotoro-corrida”, corríamos a recibirlos a la curva de Plateromocco y cuando llegábamos, ya medio pueblo estaba bailando ahí. Trompetas, tubas, bajos, clarinetes; trombones, bombos, platillos, saxofones; sonando a los cuatro vientos, llenando de huaynos el lugar. Entonces los adultos se trasformaban. Hombres y mujeres se ensartaban por los codos y bailaban con acompasados trotes, aleteando los brazos, dibujando culebras al andar. Alegres. Como si de pronto hubieran descubierto que la vida era de colores, como si ya no existieran problemas y Colcabamba fuera un parque de diversión, como si por fin todo fuera felicidad. Por eso nosotros, los niños, queríamos ser músicos. Músicos como los acollinos.
Pienso en aquellos recuerdos ahora que por primera vez visito Acolla, en Jauja, Junín. Acompaño a mi hermana que ha venido hasta aquí para buscar información que le permita armar su proyecto de tesis de arquitectura acerca del “Conservatorio Nacional de Música del Centro del Perú”. Pienso en aquellos recuerdos, mientras el taxi que nos lleva, ingresa a Acolla por la carretera a Tarma y serpentea entre los trigales secos. Tomo una foto de la plaza de armas, mientras mi hermana entrevista a una anciana, la única persona que está sentada en el lugar y me vuelvo a preguntar ¿qué tiene aquel pueblo para producir tantos músicos por kilómetro cuadrado? ¿Acaso tiene algo que ver el paisaje ondeado y abierto del valle de Yanamarca? ¿Acaso sus casas de adobe con tejados rojos a dos aguas?. Me hago preguntas como esas mientras veo las casas del pueblo y la iglesia republicana hecha de piedra y calicanto con crestas de pasto secándose en las torres, mientras veo el reloj de números romanos y las agujas, abiertas como brazos de un tijera, señalando las siete en punto del día en que un día se detuvo. ¿Acaso tiene algo que ver que ahí se creó la primera escuela comunal del Perú, en 1886?, me interrogo mientras me siento en un banco del parque a solearme, mientras mi hermana sigue entrevistando a otra anciana que ahora se ríe con ella. ¿Acaso tiene algo que ver que, de acuerdo a datos del gobierno, este fue el primer pueblo del país libre de analfabetismo? ¿Será de tanto leer pentagramas, leer palabras es mucho más fácil?, me digo mientras leo las placas de historia en la fachada de la Municipalidad. ¿Será que la música espanta la ignorancia? ¿O será al revés? La respuesta llega cuando descubro el escudo del pueblo colgando sobre la puerta de ingreso a la Municipalidad: Una lira y un pentagrama, abierto como un libro, descansan bajo un arco iris, abrasados por unas manos de palma, sobre un moño de cintas roji-blancas. Sonrío. Sólo un pueblo de músicos, solo un pueblo que ame tanto la música puede tener un escudo así.
Foto: archivo personal