miércoles, 22 de mayo de 2013

Anti-declaración de amor número dos

Para mis patas era fácil, ¿no?: la sacas a bailar, le haces el habla, le cuentas cualquier huevada mientras bailas y al final le dices, ¿vamos afuera? y, afuera, te la chapas, huevón. Para ellos era fácil, para ellos que la veían como una flaca más del colegio, una chibola más de las que compartían con nosotros el patio del recreo, las horas de educación física, la formación escolar. ¿Pero para mí?, para mí que la soñaba a cada rato, que la veía en mis libros con su trencita larga y su falda tres-cuartos, para mí que era la Winnie Cooper de mi adolescencia, el plan era una yuca, compadre. Peor aún con lo tímido, con lo chupado que era en ese tiempo; casi casi un autista, casi casi un antisocial. El hecho es que ahí estaba yo, compadre, bailando con ella Selft-control de Laura Branigan, moviéndome con las justas por la timidez en medio de la oscuridad azul de la discoteca y todavía no había pasado a la segunda parte del plan, no le había hablado nada. Discoteca es un decir, ¿no? porque, en realidad, aquello era la sala de una casa en las afueras de El Tambo, ahí, tirando para las rieles, una casa que ella y sus amigas del 3ro B habían alquilado para hacer una fiesta y sacar fondos para su promoción. ¡Recién estaban en tercer año y ya pensaban en la promoción! El hecho es que la canción terminó y cuando ella estaba por decirme chao, darme mi besito en la mejilla y regresar a la esquina en que la esperaban sus amigas; no sé de dónde me salió el valor y le dije: ¿no quieres ir afuera? Claro, respondió ella y caminó delante de mí, abriéndose paso entre la gente, en dirección a la puerta, mientras David Bowie empezaba a cantar Modern love. Yo, hecho un ganador. Mis patas me levantaron el pulgar, «buena, loco, buena», «¿ves que era fácil, huevón?», mientras buscaban con quien bailar. Pero cuando salimos a la calle y el sonido de la disco se redujo a un zumbido, el plan se me apagó de nuevo porque lo que no me habían dicho mis patas era qué es lo que tenía que decir, cómo me tenía que acercar para chaparla. Claro, yo había ensayo algo, un ¿qué tal las clases?, ¿qué tal los exámenes?, ¿qué música te gusta?, algo con qué empezar; pero en ese momento, compadre, volví a tener la mente nublada, sin nada qué hilvanar. Miraba el suelo, el fondo negro de la noche sin nubes, el bosque de eucaliptos al fondo de la urbanización. Y ahí estaba yo, compadre, parado frente a ella, en medio de la calle, muerto de frío con la helada de julio, preso del miedo, sin decir mi mierda de tanta timidez. Hasta que ella se cansó de esperar y preguntó: ¿Y, qué hacemos? Yo ahí, compadre, mudo y quieto como un conejo, rogándole a los dioses que me manden alguna idea, carajo y nada. Y no sé de dónde, compadre, no sé de dónde me salió la iluminación. Pregúntame de dónde soy, le dije. ¿Qué?, me miro recontra extrañada. Pregúntame de dónde soy, le insistí recordando que la única vez que me atreví a abordarla en el recreo, la única vez que rompí mi timidez y hablamos un par de cosas mientras caminábamos al quiosco a comprar papas con ají, me había dicho que ella era de Lima y yo, de Colcabamba, cerca a Pampas, nomás. Pregúntame de dónde soy. Me miró con esos ojitos negros, con pequitas marrones que saltaban entre sus cejas. Captó a dónde iba. ¿De dónde eres?, me pregunto y ahí yo empecé a recitarle un poema, compadre. No exactamente un poema, sino las letras de una canción de Silvio Rodríguez que me había aprendido de tanto que mi hermano, que estudiaba en la Universidad del Centro, me hacía escuchar por esos años. «Décimas a mi abuelo», se llamaba. Unas letras que yo cambié para ese momento. Y le recité, compadre. Yo soy de donde hay un río/de la punta de una loma/ de familia con aroma/a tierra maíz y frío/soy de un paraje con brío/donde mi infancia surtí/y cuando después partí/ a la ciudad y la trampa/me fui sabiendo que en Pampas/mi abuelo me habló de ti. De ti, le dije. Me miró más extrañada que al inicio. Sonrío. ¿Para esto me has sacado?, me preguntó y yo, otra vez mudo, sin atinar a nada. Me agarró la cara con las dos manos, como una mujer que quiere ser madre se la agarra a un niño y me dio un beso. Un beso corto, compadre, rápido, tenue. Y regresó a la disco. Pero suficiente, compadre. Suficiente para quedarme ahí en medio de la calle, con el sabor a chicle-bomba de su boca, mirándola como se me iba, mirando la luna como un huevón.
Foto: colección personal.