Para mis patas era fácil, ¿no?: la sacas a
bailar, le haces el habla, le cuentas cualquier huevada mientras bailas y al
final le dices, ¿vamos afuera? y, afuera, te la chapas, huevón. Para ellos era
fácil, para ellos que la veían como una flaca más del colegio, una chibola más
de las que compartían con nosotros el patio del recreo, las horas de educación
física, la formación escolar. ¿Pero para mí?, para mí que la soñaba a cada
rato, que la veía en mis libros con su trencita larga y su falda tres-cuartos, para
mí que era la Winnie Cooper de mi adolescencia, el plan era una yuca,
compadre. Peor aún con lo tímido, con lo chupado que era en ese tiempo; casi
casi un autista, casi casi un antisocial. El hecho es que ahí estaba yo,
compadre, bailando con ella Selft-control de Laura Branigan, moviéndome con las
justas por la timidez en medio de la oscuridad azul de la discoteca y todavía
no había pasado a la segunda parte del plan, no le había hablado nada.
Discoteca es un decir, ¿no? porque, en realidad, aquello era la sala de una
casa en las afueras de El Tambo, ahí, tirando para las rieles, una casa que
ella y sus amigas del 3ro B habían alquilado para hacer una fiesta y sacar
fondos para su promoción. ¡Recién estaban en tercer año y ya pensaban en la
promoción! El hecho es que la canción terminó y cuando ella estaba por decirme
chao, darme mi besito en la mejilla y regresar a la esquina en que la esperaban
sus amigas; no sé de dónde me salió el valor y le dije: ¿no quieres ir afuera?
Claro, respondió ella y caminó delante de mí, abriéndose paso entre la gente,
en dirección a la puerta, mientras David Bowie empezaba a cantar Modern love. Yo,
hecho un ganador. Mis patas me levantaron el pulgar, «buena, loco, buena», «¿ves
que era fácil, huevón?», mientras buscaban con quien bailar. Pero cuando salimos
a la calle y el sonido de la disco se redujo a un zumbido, el plan se me apagó
de nuevo porque lo que no me habían dicho mis patas era qué es lo que tenía que
decir, cómo me tenía que acercar para chaparla. Claro, yo había ensayo algo, un
¿qué tal las clases?, ¿qué tal los exámenes?, ¿qué música te gusta?, algo con
qué empezar; pero en ese momento, compadre, volví a tener la mente nublada, sin
nada qué hilvanar. Miraba el suelo, el fondo negro de la noche sin nubes, el
bosque de eucaliptos al fondo de la urbanización. Y ahí estaba yo, compadre, parado
frente a ella, en medio de la calle, muerto de frío con la helada de
julio, preso del miedo, sin decir mi mierda de tanta timidez. Hasta que ella se
cansó de esperar y preguntó: ¿Y, qué hacemos? Yo ahí, compadre, mudo y quieto
como un conejo, rogándole a los dioses que me manden alguna idea, carajo y nada.
Y no sé de dónde, compadre, no sé de dónde me salió la iluminación. Pregúntame de
dónde soy, le dije. ¿Qué?, me miro recontra extrañada. Pregúntame de dónde soy,
le insistí recordando que la única vez que me atreví a abordarla en el recreo,
la única vez que rompí mi timidez y hablamos un par de cosas mientras caminábamos
al quiosco a comprar papas con ají, me había dicho que ella era de Lima y yo, de
Colcabamba, cerca a Pampas, nomás. Pregúntame
de dónde soy. Me miró con esos ojitos negros, con pequitas marrones
que saltaban entre sus cejas. Captó a dónde iba. ¿De dónde eres?, me pregunto y
ahí yo empecé a recitarle un poema, compadre. No exactamente un poema, sino las
letras de una canción de Silvio Rodríguez que me había aprendido de tanto que mi
hermano, que estudiaba en la Universidad del Centro, me hacía escuchar por esos
años. «Décimas a mi abuelo», se llamaba. Unas letras que yo cambié para ese
momento. Y le recité, compadre. Yo soy de donde hay un río/de la punta de una
loma/ de familia con aroma/a tierra maíz y frío/soy de un paraje con brío/donde
mi infancia surtí/y cuando después partí/ a la ciudad y la trampa/me fui
sabiendo que en Pampas/mi abuelo me habló de ti. De ti, le dije. Me miró más
extrañada que al inicio. Sonrío. ¿Para esto me has sacado?, me preguntó y yo,
otra vez mudo, sin atinar a nada. Me agarró la cara con las dos manos, como una
mujer que quiere ser madre se la agarra a un niño y me dio un beso. Un beso
corto, compadre, rápido, tenue. Y regresó a la disco. Pero suficiente, compadre.
Suficiente para quedarme ahí en medio de la calle, con el sabor a chicle-bomba
de su boca, mirándola como se me iba, mirando la luna como un huevón.
Foto: colección personal.
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