Hasta
en la penumbra se veía hermosa. A pesar de las tinieblas en el aula, a pesar de
la media luz que habitaba en toda la UNI
por causa de un apagón; la silueta de su cuerpo sentado en la carpeta de a
lado, la silueta de su rostro a contraluz de la noche, la silueta de sus
cabellos cayendo en ondas sus hombros, me hacían adivinarla toda, dibujarla
toda, suspirarla toda. Desde que el loco Marco, un día antes, me había dicho
que ella le había confesado que estaba arrepentida de haberme dicho que no, que
se había dado cuenta de que yo era un buen tipo, medio loco, pero un buen tipo,
que merecía una oportunidad y que me mandara de nuevo nomás, que ahora sí me
iba aceptar; yo me había pasado el día buscando el momento preciso para
acercarme a ella y declararle mi amor por segunda vez. Y ahí estaba yo, al lado
de ella, en el centro de la penumbra, oliendo el perfume de champú amen que
despedía su cabello, mientras el ingeniero Huanca seguía hablando de la
relación entre la presión de carga y el asentamiento de los suelos, como si en
verdad entendiéramos la ecuación física,
como si viéramos la pizarra, como si ahí no hubiera ningún apagón. Al inicio, el
asentamiento de los suelos es proporcional a la fuerza, explicaba, pero luego
se hace asintótica y entonces no importa cuanta presión ejerzamos al suelo,
ésta ya no se asentará. Y ahí estaba yo, imaginando la curva asintótica de los
suelos en un papel milimétrico, como pedía el profesor, rogando que la clase de
Mecánica de Suelos terminara de una buena vez para que ella y yo por fin nos
quedemos solos, para que ella y yo por fin hablemos, para que ella y yo por fin
nos podamos besar. Entonces el profesor dijo, bueno chicos nos vemos en la clase
del martes, estudien, y esperemos que no haya otro apagón. Entonces todos
salimos y yo me pegué a ella antes que alguien me gane su calor y, te acompaño al
paradero, le dije; y ya pues, dijo ella.
Y empezó de nuevo el dilema de cómo abordarla, de cómo volverme a declarar.
Entonces dije que no pues, que a las mujeres se les dice sólo una vez que las
amas, y que ahora era ella quien tenía que hablar. Salimos de la facultad,
pasamos el Pabellón Central, salimos a la avenida Túpac Amaru por la puerta
tres, hablando de esto y hablando de aquello, hasta que llegamos a Habich y
ella nada de nada, no decía nada. Entonces dije que a lo mejor ella era como yo
que se le hacía nudos en la boca cuando
quería conjugar el verbo amar en primera persona y que era mejor que yo tocara
el tema antes de que apareciera la 73 y se me vaya otra vez. Hablé con Marco,
le dije, en medio del río de gente que abarrotaba el paradero, en medio del
bullicio de los buses agarrándose a bocinazos. ¿Con Marco? ¿De qué?, dijo ella
extrañada. Lo sé, dije yo. Sabes qué, dijo ella y entonces, igualito que en aquella
escena en que Kevin Arnold le dice a Winnie Cooper, ¡Winnie, Paul me lo dijo!
¿Qué te dijo? ¡Qué me amas, que estás loca por mí!, igualito, yo le dije: que
lo has pesando mejor y que me darás una oportunidad. No me miró ruborizada como
Winnie Cooper, sino extrañada, mas extrañada que la primera vez. Yo no hablé
nada con Marco, me dijo seria. Me imaginé al loco, oculto entre las caras de la
multitud, agarrándose la barriga de tanto matarse de risa. Ya hemos hablado de
eso, Uli, agregó con ternura. Entonces, con esos buenos modales que tenía, con
esa vocecita de arrullo que tenia, con esa bondad de madre que despedía, me
volvió a explicar cómo debían ser las parejas, cómo debían ser los amantes,
cómo debía ser el amor. Después corrí a la casa del loco. Para pecharlo, para partirle
la cabeza. Pero me reí con él al encontrarlo; total, también el amor se vuelve
asintótico, llega un punto en que no importa cuanto presiones, el suelo ya no
se asentará más.
Foto: archivo personal
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