Me resulta difícil explicar qué
es un pez abisal. De hecho, cada vez que les hablaba a mis amigos acerca de la novela
que estaba escribiendo, entraba en una reflexión, según yo, filosófica y hasta
biológica del tema y en lugar de aclararlo, siempre terminaba confundiéndolo
más. Pero bueno, los amigos son los amigos y lo entienden a uno y hacen como
que todo está claro, como que todo se entendió; los extraños, en cambio, no y
uno terminan haciendo el ridículo. Ridículo como el que hice en el gimnasio. Ese
día, después de haber corrido como un hámster paranoico sobre un faja sin fin, durante
veinte minutos; de haber trepado dos mil pasos sobre una escalera virtual
durante otros veinte minutos; y sobre todo, después de haber fisgoneado mujeres
hermosas durante otros 20 minutos más, en especial a una mulata de cuello luengo
y ojos claros que, hasta haciendo sentadillas, levantando pesas, me despertaba
ternura, terminé mi rutina y me senté en cafetín a leer, tomarme un jugo y
escuchar música en el ipod. Entonces ahí, absorto que estaba en la lectura, no
había notado que la mulata bonita se había sentado frente a mí y me hablaba. Ese
es le mejor cronista que existe, me dijo cuando me retire los audífonos, refiriéndose
a Martín Caparrós y el libro que yo estaba leyendo. Solté un lacónico sí y no
supe qué decir tragado por la sorpresa. Primero porque era la primera vez que
una mujer me abordaba en el gimnasio por algo que no fuera precisamente por el avance
de mis músculos, y segundo porque la multa bonita era realmente bonita. Pero
luego nos pusimos a hablar de crónicas y novelas y cuando estábamos en lo
mejor, se me ocurrió decirle que estaba escribiendo una novela que se llamaba
“Ojos de pez abisal” y a ella se le ocurre preguntarme, ¿qué es un pez abisal?
Entonces puse una pose, así, de biólogo marino y le dije que los peces abisales
eran parte de la fauna que habita en la profundidad de la fosa de Las Marianas,
ese cañón tipo cañón del Colca que existe en el fondo del Océano Pacífico, frente
a la costa de Asia del sur. La mulata bonita, que hasta ese momento parecía
mirarme con admiración, pasó a mirarme con confusión. ¿Este brother es biólogo
o bioloco? Entonces yo, desesperado por retomar la mirada, le dije que la fosa de
Las Marianas era conocido como la fosa abisal porque había lugares que llegaban
a medir cerca de 11,000
metros de profundidad y que eso lo convertía en el lugar
más inhóspito, profundo y oscuro del planeta y que los peces abisales, al
contrario de lo que se supondría, no eran ciegos, sino que tenían ojos y que
miraban alumbrándose el camino con una linterna de bacterias luminiscentes que
llevaban colgadas sobre sus cabezas. La mulata bonita me miró ahora sí con
desconcierto, ¿Qué clase de novela estará escribiendo este brother? Y ahí,
antes de que yo pudiera decir algo, la mulata bonita se paró y dijo, bueno,
amiguito, me voy, tengo que seguir haciendo mis ejercicios y se fue.
Algo de eso me pasa ahora frente
a ustedes porque temo que esta vez tampoco sepa explicarme y que ustedes se
paren y se vayan a hacer ejercicios. De hecho uno de mis amigos me preguntó qué
tenían que ver los peces abisales con la fotografía de la portada del libro que
muestra un pueblo de barro, seco y fantasmal que parece morirse de sed bajo un
cielo azulado por una inminente noche. Yo le dije cualquier cosa menos la
verdad, y la verdad era que, estando como está el negocio de la publicación de
libros en nuestro país, oneroso y nada rentable, para abaratar costos, yo mismo
tuve que diseñar la portada y agenciarme de la fotografía y que por eso, a lo
mejor, sólo yo me entendiendo. Pero, claro, eso era algo que no podía decir
porque entonces mi amigo iba a comprar el libro no por curiosidad sino por pura
compasión. Entonces pensé que lo mejor era hablarles de los personajes de la
novela. O mejor dicho, de las personas y los recuerdos que me inspiraron la
novela porque yo creo que, así como los perros aman lo que tienen más cerca,
uno tiene que escribir de lo que tiene más cerca. De lo que tuve más cerca. Mi
padre y mi tío Máximo, por ejemplo, dos camioneros que amaban tanto a sus
camiones, que se murieron con ellos: mi tío cambiándole la llanta a su camioneta,
mi padre operando su cargador frontal. Los hombres que más me marcaron por esa
manera que tenían de enfrentar el mundo: haciéndoselo a la espalda, viviendo la
vida que les había tocado vivir. Dos camioneros que parecían más bien marineros
porque, como ellos, le ponían nombres a sus naves y salían de casa a ejercer la
libertad de navegar por los mares de ichu y frío de las punas de Huancayo,
Ayacucho y Huancavelica, para volver después de meses y contarme dónde es que
habían estado. Por eso los camiones son personajes de la novela. Como personajes
son las mujeres, los amigos, la música. La música que me recuerda a mi hermano Jaime,
mi hermano que estaba loco porque, en la habitación que compartíamos en
Huancayo me despertaba con los poemas de Miguel Hernandez hechas canción por Joan
Manuel Serrat; mi hermano que estaba loco porque se gastaba su dinero comprando
long plays sin que en casa hubiera
dónde reproducirlos, hasta el día en que alguien le prestó un tocadiscos y
entonces el que se volvió loco fui yo porque fue ahí que escuché esos discos y
descubrí a Reo Speedwagon, ELO, Simon and Garfunkel, el Crime of the Century de Supertramp con que el
Zancudo entra en la Estación de Kioto. Sí, porque cada capítulo de la novela,
lo mismo que mi vida, tiene su propio sound-track.
Un sound-trcak de huaynos de La Flor
Pucarina, Los Errantes, Acomayo, La
Estudiantina Perú, que me recuerdan a mis padres bailando, a mis padres
cantando, riendo. A mis padres llorando. Un sound-track
que describe Samaylla, el pueblo que me tuve que inventar, pero que cualquiera colcabambino
sabe reconocerlo como Colcabamba, ese rincón de Tayacaja en que fui niño, ese
lugar que parecía una postal de colores porque en su cuenca en forma de tazón
era posible pasar, en menos de una hora, del marrón al verde, de la puna a la
selva, del frío al calor. Ese pueblo al que llegaban los ccorpas, esos quechuas huancavelicanos que venían desde las
estancias de Mejorada, después de semanas de caminatas, arreando piaras de
llamas cantando huaynos que nunca habíamos oído. Ese pueblo al que llegaban las chimbinas,
mujeres del otro lado del Mantaro, presumiendo de sus mejillas rosadas y sus
ojos verdes, mujeres que venían de pueblos tan románticamente bautizados como
Paloma Alegre, caminado más de 50 km para estudiar la secundaria. Por ese
camino vino Rufilia, una quinceañera de cabellos canela y pecas en el rostro para
regalarnos, a mí mis amigos de diez años, el primer beso de nuestras vidas. Un sound-track que me recuerda la música
que aprendí en las calles de Huancayo,
en las calles de Covida en Los Olivos, la música que aprendí a tocar con Los Grillos de Medianoche. La música que me enseñó mi gran amigo Mario Leon
Suematsu, a quien conocí en la academia Sigma, en Huancayo, que estudio conmigo
en la UNI, que luego se fue a estudiar a la Universidad de Osaka y que luego se
encontró conmigo y se embriagó conmigo en lo alto de la Estación de Kioto. Un sound-track que me recuerda a Masami, una
dulce japonesa que hablaba en mexicano y que un día me abordó en la Universidad de Kochi
diciendo que quería practicar el español, nomás para no olvidarlo. Un soun-dtrack que me recuerda a la
japonesa de ojos verdes que conocí en la Universidadde Nagasaki y que me explicó que el color de sus ojos venía,
seguramente, de la mezcla de sus antepasados con algún marino holandés. Pero
también incluye un sound-track para
la muerte. La muerte que llegó por el mismo camino por la que había llegado
Rufilia. El camino por el que llegó Nemesio, un pucaccolpino que junto a su
esposa y su hijo de un año de nacido, remontó las nieves del Ccolccewichccana en
una caminata imposible, huyendo de la guerra de los ochentas y que tocó la
puerta de la casa de mi abuelo pidiendo asilo. La muerte que luego nos empujó a
Huancayo, luego a Lima; que empujó a mis
amigos, José Fajardo, Luis Namisato, Olivia Oshiro a migrar al Japón de sus
padres.
Ellos son
peces abisales. Pez abisal es mi hermano Jaime que compraba discos sin tener
tocadiscos; peces abisales eran los ccorpas que caminaban siete días para
llegar a Colcabamba, hartos del frío; peces abisales eran las chimbinas que
caminaban 50 kilómetros
para estudiar, pez abisal era Nemesio que emprendió la más larga caminata de su
vida para evitar a la muerte, peces abisales son mis amigos que después
regresaron del Japón porque, afuera, el Perúdolía demasiado.
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