sábado, 22 de enero de 2011

El árbol de piedra

I
Abandono La Quiaca, último pueblo argentino previo al cruce de la frontera con Bolivia. Atravieso el puente que separa los dos países con la pesadez de haber soportado un largo viaje en bus de más ocho horas, desde Salta, norte de argentina. El río que corre bajo el puente es un delgado hilo de aguas negras que parece extinguirse succionada por la sed del suelo seco, desnudo y rojo de las punas. Miro alrededor. Villasón, el pueblo boliviano al ahora me adentro, es una hilera de casas a dos aguas que se arrejuntan a ambos lados de la carretera; los cerros, una sucesión de superficies gordas y ondulantes que parecen esculpidas por un milenario viento. Son las tres de la tarde. El sol me pega de un lado como si estuviera próximo a ocultarse en el horizonte y me deja una extraña mezcla de calor y frío. Camino con mi mochila al hombro. Me sumo a la fila de gente que espera el turno para el paso migratorio boliviano. Me toca hacerlo detrás de una mujer de polleras y chompa rosada. Le pregunto dónde consigo la ficha de migraciones. Allá, me señala una ventana y vuelve a lo suyo. Tomo una hoja y me pongo a llenar mis datos tras ella. La mujer habla en quechua con su acompañante. A pesar de sus particularidades lingüísticas, logro entender parte de lo que conversan; la mujer le da instrucciones a su acompañante sobre cómo llenar la cartilla de entrada. Otra mujer, más adelante, hace lo propio con unos niños. El descubrimiento me sorprende. Mi ignorancia respecto a estas tierras me hacía suponer que por estas latitudes se hablaba aymara, pero, no, aquí se habla quechua. Me emociono. El diálogo me da una familiaridad que me conmueve. Pienso en decirles que yo entiendo algo del quechua que hablan aunque yo no pueda hablar, que vengo del centro del Perú, y que me emociona escucharlas, pero luego pienso que decirlo en español sonaría estúpido. No digo nada, lleno mi ficha y me quedo escuchándolas hasta que las mujeres se van y llega mi turno.

II
Subo al bus que me llevará a Tupiza. Acomodo mi mochila bajo el asiento y me aligero de ropas para mitigar el calor. Una anciana de polleras negras se me acerca y me habla en quechua. Me pide que le indique cual es su asiento y me da su boleto. Entiendo que la anciana no sabe leer. La guío hasta el asiento 15. kaypy cachkan, le digo. La anciana me sonríe y me agradece con gestos y palabras que ya no entiendo. Este es su asiento, insisto. Sonrió y regreso al mío. Un joven flaco y menudo se sienta a mi lado. Apenas se acomoda, me pregunta qué hora es. Le digo que el reloj de mi celular trae el horario argentino y que según eso son algo más de las tres de la tarde. Entonces es una hora menos, me dice y me pregunta de dónde vengo. El bus avanza, atraviesa las calles polvorosas del pueblo y entra a la carretera. Le explico que soy peruano, que vengo de Salta, Argentina, y que voy a Tupiza para conocer el salar de Uyuni. Entonces debes conocer el Cusco, me pregunta. Le digo que sí. El bus sube y baja por las lomas redondas de los cerros como un barco pesado que sortea olas gordas en alta mar. El joven me pregunta sobre el Cusco, Machupicchu, Sacsayhuaman. Le explico cómo son en mis recuerdos esos lugares; cómo llegar, cuán lejos está desde nuestra ubicación, cuán caro sería viajar desde Bolivia. El bus deja atrás las punas. Los cerros se transforman en cañones, los primeros riachuelos, los primeros árboles aparecen a un costado de la carretera. El joven parece cansarse de mi conversión y se muda al asiento de a lado y se sienta con su amigo. Conversa con él en quechua. Le dice todo lo que yo acabo de contarle en español.

III
Estoy en las punas de Potosí. Son las doce del día, el sol quema vertical. He llegado hasta aquí después de dos días de viajar por el salar de Uyuni y después de haber pasado la noche en una casa de sal. El chofer ha detenido la 4x4 para estirar las piernas, para solearnos y para apreciar el bosque de rocas que salpican la puna. Todo aquí es un paisaje marciano. Las dunas de arena roja, las rocas erosionadas por el viento, la ausencia de seres vivos. Hasta nosotros los turistas, el chofer y la cocinera con quienes viajo, parecemos muertos. La coreana, el chileno, la francesa, la holandesa toman sol sobre una roca en forma de lagarto, la argentina se quema la espalda en la arena porque según ella eso le calmará el dolor lumbar que no la deja desde hace días. El chofer revisa por milésima vez el motor de la camioneta; la cocinera se protege del sol bajo la sombra de una roca. Yo hago lo mismo. Me acerco a la cocinera. Hablas quechua, ¿no?, le pregunto. Sí, responde. Le digo que yo entiendo algo de lo que ella y el chofer han venido hablando en quechua durante el viaje. La joven se sorprende. Le explico que soy de Huancavelica, una región del centro del Perú, que ahí también se habla esa lengua. La joven sonríe y me habla algo en quechua. Le respondo en castellano y con vergüenza le confieso que no sé hablarlo, que en mi niñez, mis padres, por un estúpido complejo de creer que aquella lengua era un lastre, se negaban a enseñarnos. Le digo que me emociona hablar de eso con ella. Me dice que hubiera sido interesante que ella hablara su quechua y yo el mío para ver en que se diferencian. Sí respondo muerto de vergüenza.
El chofer llama a la cocinera y me quedo solo. Me pongo a observar nuevamente las caprichosas rocas que tengo en frente. Me detengo a contemplar una a la que llaman “El Árbol de Piedra”. Su cabeza abultada y porosa, me hace parecerla más bien una coliflor gigante. Le tomo fotos de varios ángulos. Me pregunto cuánto millones de años le habrá tomado al viento esculpir aquella roca. Me pregunto también cómo aquella roca ha podido soportar el frío, el viento, la lluvia; todo aquello que lo ha venido erosionando desde siempre y, sin embargo, aún está ahí resistiendo. Saco mi moleskine y describo la roca. Pienso en lo hermoso que hubiera sido hablar en quechua con la cocinera, con la mujer de migraciones, con la anciana y el joven del bus. El Árbol de Piedra es como el quechua, anoto en mi moleskine; ahí está, erosionado, pero aún de pie, a pesar de bobos que, como yo, no lo aprendieron cuando pudieron hacerlo.