sábado, 9 de enero de 2010

El último fin del mundo

El mundo se acabará el 2012. Dice que eso dicen los mayas. Puede que sea verdad, pero después de ver la película no creo que muchos lo crean. Aquella escena en que John Cusack, Amanda Peet y los hijos de ambos fugan en una limosina mientras los rascacielos caen como castillos de naipes y la tierra se parte como una galleta; o aquella en que Cusack e hijos, en un camión-casa, esquivan meteoritos de lava como quien driblea bombas molotov en una huelga de Construcción civil, y no les queda ni un raspón, no se lo cree nadie. Previsible e inverosímil (entiéndase verosimilitud como el arte de contar una historia de manera que si es real parezca inventada y si es inventada parezca real), la película cae en los lugares comunes de siempre: el drama de una familia divorciada que, gracias a un desastre natural, termina reconciliándose. Yo no la soporté. A media función abandoné el cine, me puse mi ipod y me fui a caminar.
Es que para nosotros los ochenteros (léase: los que fuimos adolescentes en los ochentas), el mundo se iba a acabar en el 2000. En 1985 frente a las pantallas de mi televisor en blanco y negro, una buena noche se apareció la imagen de un Orson Wells anciano, con la barba blanca y mofletuda, y una voz, doblada al español, de ultratumba para revelarnos las profecías de Nostradamus. Después de demostrarnos, por ejemplo, que el asesinato de los hermanos Kennedy, el fascismo franquista en España, la llegada de la era espacial, habían sido vaticinadas por aquel astrólogo francés, con presición y nombre propio, nos soltó sin asco la más grande de las predicciones: «El año 1999, séptimo mes, vendrá del cielo un gran rey de espanto. Resucitar al gran rey de Angolmois, antes, después, Marte reinará por buena dicha». Eso, según la voz de ultratumba, en cristiano, quería decir que el mundo se acabaría en julio de 1999. O a lo mejor el 2000; total una diferencia de +/- 1 año, para tamaña predicción, estaba dentro del error permisible. Recuerdo que no dormí bien un par de noches pensando en lo poco que faltaba para que todo se acabara. Pero al cabo de unos días me olvide del asunto porque a los quince años a un hombre sólo le importa enamorar a su vecina aunque el mundo se venga abajo. Sin embargo, conforme se aproximaba el 2000 esa inquietud regresó. Las computadoras también se inquietaron. Muchos afirmaban que aunque el mundo no se acabase el 2000, el colapso de los softwares en el primer día, a consecuencia de los ceros en los sistemas informáticos, sería el verdadero fin del mundo. La energía eléctrica se apagaría, los teléfonos no funcionarían, los aviones se volverían ciegos y no podrían volar. En suma la civilización, como la conocemos, llegaría a su fin.
Pero pasó el 2000 y no pasó nada. ¿Sobreviviré al 2012?, me pregunté mientras manipulaba mi ipod y caminaba por las afueras del cine. Me respondí que sí porque yo la pasé bien en el último fin del mundo. Recuerdo que lo recibí en Paracas porque si todo debía acabarse, un caballero debía esperarlo con los amigos y de cara al mar. Recuerdo que éramos ocho sardinas viajando enlatados dentro de un Honda Cívic negro del 94; recuerdo que nos perdimos en la oscuridad de la noche y el desierto; y que luego, orientados por alguna fortuita señal de las estrellas, llegamos a la playa El Raspón apenas a tiempo para armar nuestras carpas, encender una fogata y recibir al nuevo milenio. Recuerdo que a las doce nos abrazamos, que el cielo se inundó de bombardas y que bebimos como si realmente el mundo se iba a acabar. Recuerdo a mis amigos cantando, mi Honda Civic del 94 aparcado en el desierto, la noche con estrellas. Recuerdo que fui feliz, que el mundo daba vueltas, que me reía de todo. Luego, no recuerdo nada más.