viernes, 2 de marzo de 2012

Tres tortugas tristes

Nosotros debemos tener alguno de los genes de las tortugas marinas, Chino. De las tortugas verdes, de esas que nacen en las playas de la isla de Ascensión y de inmediato; escapando de los depredadores; corren, corren, corren hasta alcanzar el mar. Nosotros crecemos en las arenas de nuestras calles hasta que un día se nos activa el gen y corremos hacia algún lugar del mundo como si desde siempre supiéramos que ahí están nuestras vidas, nuestros sueños, nuestra felicidad. Pero luego nos damos cuenta que ese mundo es más oscuro, más grande, más difícil de lo que imaginábamos y nos viene el miedo, el dolor que nos causa abandonar el hogar. Pero igual lo hacemos. Nos adentramos y nadamos hasta que nuestros caminos se bifurcan. Y entonces nos despedimos. Y nos deseamos suerte. Y llenamos nuestras mochilas de recuerdos y unos cuantos dólares y nos vamos. Y partimos. Y ya no nos volvemos a ver. Tú me entiendes.
Por eso la otra noche me morí de pena, Chino. Llegué al barrio como a las doce y ya desde la entrada de Universitaria a Antúnez de Mayolo me recibió una calle oscura como un túnel por causa de un apagón. Sí, un apagón; Chino, uno como esos que ensombrecían nuestra calle cuando éramos chibolos, cuando apenas si aprendíamos a reptar. Aceleré el Elefante Gris para llegar lo antes posible a casa y descansar después de un día de perros en el trabajo y al doblar por Mi Banco, en medio de la oscuridad, me crucé con Franc y Nino que iban en su auto negro como una luciérnaga explorando la noche. Me hicieron luces y me detuve. Qué hay, les dije. Vamos a comer algo al Sergio´s, me dijeron. Ya, pe, dije yo y nos fuimos en caravana, y al llegar ahí, apenas nos sentamos en las banquitas de cara a la avenida, apenas ordenamos nuestras cajarmarquinas con papas al hilo, me soltó la noticia de que por fin le habían dado la visa y que ahora sí se iba para Australia a estudiar. Entonces me acordé de las tortugas marinas. Pucha, Nino, que vaina, le dije y sólo atiné a darle unas palmadas en el hombro porque uno nunca se acostumbra a quedarse sin amigos. Y ahí me empezó a rellenar los detalles del viaje. Los tres comimos nuestras hamburguesas como lo hacíamos contigo para matar el hambre de las madrugadas, de esas madrugadas de los noventas después de habernos pasado la noche mendigando buena música en algún hueco de Lima. Y nos matamos de risa burlándonos de Chejode y su banda, de los vecinos de nuestra calle, burlándonos de nosotros mismos. Pero ya no era igual, Chino. Era una malegría. Éramos tres tortugas solas, tres tortugas tristes, tres tortugas verdes comiendo su última cena antes de adentrarse al mar. Luego regresamos al barrio que seguía oscuro como un pozo. Y nos despedimos frente a mi puerta a eso de la una de la mañana; y quedamos en que despedida sería en el Nébula, oyendo nuestra música, vistiendo nuestras ropas negras. Una despedida que fue otra malegría, Chino, porque la semana pasada, días antes de que Nino chapara su avión y partiera a su destino, los tres cumplimos el plan y estuvimos ahí, en medio de la oscuridad azul de la discoteca, con una cerveza en la mano, casi sin hablar, escuchando el especial de Morrisey que en una pantalla gigante; como si el tiempo no hubiera pasado en absoluto, jovencito, flaquito; cantaba como si nada con los Smiths.