martes, 1 de abril de 2014

El quillincho de El Agustino

De pequeño quería ser como el quillincho. «Cernícalo» que le dicen por aquí. En los cielos de Colcabamba, el quillincho solía aparecer en el cielo de la tarde, arriba, bien arriba, más arriba que el común de las aves, volando en círculos, dibujando ochos, elipses sin fin, como un parapente enano, vagando como si el tiempo no importara, como si volar no costara trabajo; entonces yo imaginaba que era un quillincho y que podía ver desde los aires las chacras de mi abuelo, los maizales verdes del valle de Pilcos, las culebras plateadas de agua en los cañones del río Mantaro. Volaba solo, siempre solo, como si ahí arriba fuera normal andar sin nadie, sin amigos, como si fuera normal tanta soledad.
Por eso quería ser un quillincho.
Pero también quería ser un quillincho porque era el ave de la buena suerte. Cuando un colcabambino se topaba con él cerro arriba, en los caminos solitarios, posado en la rama de algún eucalipto o la loma de un peñasco, uno se detenía y lo saludaba como se saludaba a los adultos, «buenas tardes, tayta Guillermo»; así, con nombre propio, porque el quillincho no era cualquier ave, sino un regalo, un buen augurio del destino; «buenas tardes, tayta Guillermo» y el quillincho te miraba en picado, con ángulo de depresión y te miraba y te miraba hasta irse volando.
Pero sobre todo quería ser un quillincho porque era el único que le paraba bronca al gavilán. El gavilán, el rey de las rapiñas, aparecía volando en el cielo como si fuera el dueño del mundo, con sus alas extendidas, intimidantes y marrones, planeando como un avión espía, al acecho del primer animal distraído y zas, de un golpe, de un pique, se clavaba sobre el lomo de un cordero, sobre la nuca de una gallina, sobre los ojos de una paloma, hasta que, de la nada, aparecía el quillincho, con ese cuerpecito de palomo torcás,  con esa cara de pájaro llorón, con esa pinta de gallito de pelea que no quiere pelear, y en el aire, ahí arriba, en lo alto del cielo, se enfrentaba a aletazos al gavilán, le dibujaba zetas en el aire y le robaba la presa.
Hoy fui un quillincho. A eso de la una de la tarde, mientras el resto de la gente de mi oficina almorzaba y yo leía el National Geographic de marzo dentro de la panza del Elefante Gris, una paloma baya se estrelló delante del estacionamiento, a un lado de la única pampa de gras capaz de verse en el google map en este lado de Lima. Un gavilán aterrizó detrás de ella. La paloma se irguió de inmediato pero el aturdimiento del impacto la tuvo balanceándose como si estuviera borracha. El gavilán extendió sus alas como un murciélago y caminó hacia ella con paciencia, como disfrutando de la cacería, del festín que se iba a dar. Entonces abrí la puerta de la camioneta y salí. El gavilán me miró con extrañeza, como preguntándose quién diablos era yo, cuál era mi problema, qué pito tocaba ahí. Extendí las manos como un quillincho; ¡Shiií!, grité y el gavilán salió espantado.