Solían ser
acollinos y llegaban en banda. En banda de música, quiero decir. Igualitos que
Orfeo, aquel personaje de la mitología griega que, según dicen, cada vez que
tocaba su lira, hacía que los hombres dejaran de hacer lo que hacían para oírlo
y descansar el alma; igualitos a él, los acollinos llegaban a Colcabamba y lo
cambiaban todo. Apenas los oíamos tocar el “torotoro-corrida”, corríamos a
recibirlos a la curva de Plateromocco y cuando llegábamos, ya medio pueblo
estaba bailando ahí. Trompetas, tubas, bajos, clarinetes; trombones, bombos,
platillos, saxofones; sonando a los cuatro vientos, llenando de huaynos el
lugar. Entonces los adultos se trasformaban. Hombres y mujeres se ensartaban
por los codos y bailaban con acompasados trotes, aleteando los brazos,
dibujando culebras al andar. Alegres. Como si de pronto hubieran descubierto
que la vida era de colores, como si ya no existieran problemas y Colcabamba
fuera un parque de diversión, como si por fin todo fuera felicidad. Por eso
nosotros, los niños, queríamos ser músicos. Músicos como los acollinos.
Pienso en
aquellos recuerdos ahora que por primera vez visito Acolla, en Jauja, Junín.
Acompaño a mi hermana que ha venido hasta aquí para buscar información que le
permita armar su proyecto de tesis de arquitectura acerca del “Conservatorio
Nacional de Música del Centro del Perú”. Pienso en aquellos recuerdos, mientras
el taxi que nos lleva, ingresa a Acolla por la carretera a Tarma y serpentea
entre los trigales secos. Tomo una foto de la plaza de armas, mientras mi
hermana entrevista a una anciana, la única persona que está sentada en el lugar
y me vuelvo a preguntar ¿qué tiene aquel pueblo para producir tantos músicos
por kilómetro cuadrado? ¿Acaso tiene algo que ver el paisaje ondeado y abierto
del valle de Yanamarca? ¿Acaso sus casas de adobe con tejados rojos a dos
aguas?. Me hago preguntas como esas mientras veo las casas del pueblo y la
iglesia republicana hecha de piedra y calicanto con crestas de pasto secándose
en las torres, mientras veo el reloj de números romanos y las agujas, abiertas
como brazos de un tijera, señalando las siete en punto del día en que un día se
detuvo. ¿Acaso tiene algo que ver que ahí se creó la primera escuela comunal
del Perú, en 1886?, me interrogo mientras me siento en un banco del parque a
solearme, mientras mi hermana sigue entrevistando a otra anciana que ahora se
ríe con ella. ¿Acaso tiene algo que ver que, de acuerdo a datos del gobierno,
este fue el primer pueblo del país libre de analfabetismo? ¿Será de tanto leer
pentagramas, leer palabras es mucho más fácil?, me digo mientras leo las placas
de historia en la fachada de la Municipalidad. ¿Será que la música espanta la ignorancia? ¿O será al revés? La respuesta
llega cuando descubro el escudo del pueblo colgando sobre la puerta de ingreso
a la Municipalidad: Una lira y un pentagrama, abierto como un libro,
descansan bajo un arco iris, abrasados por unas manos de palma, sobre un moño
de cintas roji-blancas. Sonrío. Sólo un pueblo de músicos, solo un pueblo que
ame tanto la música puede tener un escudo así.
Foto: archivo
personal
No hay comentarios:
Publicar un comentario