Voy con el Elefante Gris por Tomás Valle, camino al Jorge
Chávez a recoger a mi hermano que llega de los EEUU donde estudia desde hace
tres años. El semáforo en verde me manda a continuar en el cruce con Dominicos,
pero un misil hecho taxi conducido por un animal se pasa la luz roja y por poco
me impacta. El animal continúa su ruta criminal por Tomás Valle como si con él
no fuera la cosa. Me recupero del susto y el susto se transforma en bronca. Acelero
para darle el alcance en Bertello y cobrar venganza, pero el animal vuelve a
pasarse la luz roja y se pierde entre el tráfico dejándome con la bronca
encrespada, maldiciendo a la humanidad. Entro al aeropuerto. La bronca se
acrecienta al ver tanta gente aguardando en el hall de vuelos internacionales,
una bronca que llega a su pico máximo cuando, en el tablero de informaciones,
veo que el vuelo que trae a mi hermano está «demorado». No señalada nada más.
Ni por qué, ni cuánto tiempo, ni para cuándo está previsto el arribo. Nada.
Nada de nada.
Me calmo. Miro el reloj: 9:35 pm, busco un rincón donde
sentarme a leer el libro que traigo conmigo. Un rincón desde donde pueda
vigilar el tablero, adivinando que me espera una larga espera hasta que a las
10:45 pm, el estado del vuelo cambia a «Confirmado». El vuelo llegará a las
11:55 pm, anuncia ahora el tablero en un amarillo fosforescente. ¡11:55!,
repito para mí y maldigo otra vez mi mala suerte. Hago números: es hora punta,
30 minutos en migraciones, otros 30 en aduanas: ¡mínimo salgo de aquí a la 1:00
de la mañana y mañana debo despertar a las 6:00 para ir a trabajar! La bronca
regresa recargada. Vuelvo a mi rincón rumiándola e intento retomar la lectura.
No lo logro. La idea de que me quedan más de dos horas en el lugar, la idea de
que mañana, en el trabajo, sufriré las consecuencias de una mala noche me
exasperan. Camino hasta el cerco que protege a los recién llegados de la multitud.
Espío cómo se reencuentran los demás. Una morena salta de alegría al reconocer
a su familia, una hilera de turistas japoneses se aglomeran es una esquina
siguiendo las señales de su guía, una tropa de hombres pasan de largo con sus
coches cargados de maletas, otros sortean la muchedumbre. Me aburro. Camino
hasta la maquina expendedora, nomás por hacer algo. Galletas, jugos,
chocolates. Nada que me interese. Pienso en que es mejor seguir leyendo. Busco
el rincón en el que estaba, pero ya está ocupado. Busco uno nuevo. No lo
encuentro, me siento en el suelo recostado contra la pared. ¡Viva el Perú!,
grita fuerte alguien desde algún lugar. Dice algo inteligible entre más gritos
y un par de voces lo acompañan en eso de ¡Viva el Perú!, otros lo siguen con tímidos
aplausos. La curiosidad me levanta. Otros que estaban como yo hacen lo propio.
¡Viva el Perú!, vuelve el grito. Camino hacia la multitud que ahora parece
haberse multiplicado. Me abro camino. En medio del hall, un grupo de niños
lleva en hombros a otro niño, flaco y pelucón, mientras un tipo calvo y de
lentes insiste con ¡Viva el Perú! ¿Qué ha ganado ese chico? me pregunta una
mujer. No sé, le respondo. Otro grupo de niños entra en escena y levantan una
pancarta naranja detrás del niño campeón de algo. La estiran. «Eduardo Velarde,
Campeón Mundial de Microsoft Excel», reza la pancarta. Sonrío con ello de
Microsoft Excel. El tipo calvo y lentes parece adivinar la extrañeza del resto
y entre más gritos explica que en Las Vegas, EEUU, el niño campeón ha vencido a
sus pares japoneses, chinos y rusos en una dura competencia. ¡Perú Campeón!,
grita ahora alguien desde el segundo piso. ¡Perú campeón! responde otra voz y
luego otra y otra y, en segundos, el lugar es un griterío de vivas y aplausos.
El campeón sonríe tímido montado sobre el hombro de uno de sus súbditos.
Levanta las manos como queriendo alcanzar el techo, su medalla, redonda y
dorada, se bambolea al ritmo de los aplausos y la procesión. Aplaudo. Sonrío
otra vez con ello del Microsoft Excel, una hoja de cálculo que uso todos los
días en el trabajo, que a menudo me rompe la cabeza y me hace sentir un negado
para las matemáticas, una hoja de cálculo que usa mi hermano que es ingeniero
como yo. Regreso a mi esquina a esperarlo, pensando en la buena noticia que le
voy a contar.
Foto: archivo personal
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