No me creía, cholo. No me creía que el abuelo Sixto y
la abuela Victoria, hace cuchucientos
años, en las alturas de Pazos y Salcabamba, tuvieron seis Gutiérrez y que
estos, a su vez, ya en Huancayo, tuvieron cada uno, en promedio, otros seis y
que con la tercera y cuarta generación, entre hijos, nietos y bisnietos, ahora los
Gutiérrez somos más de cien. No me creía que cada febrero, desde hace siete años,
todas las ramas del árbol, incluidos los que están regados por el mundo, como
tú, venimos de donde sea y nos reunimos en algún lugar de Lima para darnos un
abrazo, almorzar juntos, tomar unas cervezas y ponernos al día en nuestras
vidas. No me creía que en cada encuentro nombramos una Directiva que se encarga
de contratar el espacio verde, el cocinero, el barman y la música del siguiente año. No me creía que cada rama del
árbol viene con su polo y color distintivo para jugar una gincana entre todos y que luego todo termina en una fiesta patronal;
y que ahí todos, hasta los perros, terminamos hablando y riendo de felicidad. No
me creía que nosotros somos la quinta rama del árbol y que siempre llegamos al
encuentro con nuestro polo azulino y el «The Ccanchis» estampado a lo largo del
pecho para hacerle honor al recuerdo de papá. No me creía que «Ccanchis» es
«Siete» en quechua y que ese era el nickname
con que conocían a papá por las carreteras del centro del Perú. No me creía. No
me creía, hasta que le mostré las fotos del último encuentro. ¡Qué locos, Uli!,
dijo cuando vio el frondoso árbol posando para la posteridad: el tío y las tías
sentadas, los hijos rodeándolos y el resto regados alrededor. ¿Sabes qué esto?,
Uli, me preguntó pasando las fotos frente a la laptop. Qué, dije yo. Esto es todo
lo contrario a un entierro, me dijo y claro, yo me mate de risa.
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