Frente al espejo, Isabel mira el tatuaje que
lleva en su espalda: un delfín azulado que brinca sobre el mar rosa de su omóplato.
Lo toca. Lo palpa. Las heridas de la tinta china hace más de quince años que cicatrizaron, pero ella repasa
los relieves de la figura como si aquel tatuaje recién se hubiera acabado de
hacer. Mira a su hija de cuatro años. La niña juega a su lado, pero sin mirarla.
La niña le recuerda a su propia madre. Su madre que no le habló durante días
cuando descubrió que aquel tatuaje no era un chipy tatoo, sino uno de verdad, uno que la acompañaría para
siempre, que nunca se podría borrar. Su madre que maldijo al maldito de Ulises Gutiérrez
que había acompañado a su hija hasta un antro en la bajada Balta, en Miraflores,
para mancharse la piel con esa porquería de dibujo como si ella fuera una forajida,
una facinerosa y no una estudiante de la
UNI. Abrase visto. Una señorita, una futura ingeniera nunca se haría eso,
jovencita, una señorita nunca se haría eso.
La niña deja de jugar y observa a Isabel frente al espejo. Mira el tatuaje.
Por primera vez presta atención a aquella figura. «Mami, what is that in your
back?», pregunta. ¿Qué?, responde Isabel en español porque quiere que su hija
aprenda también el español. «What is that in your back?», insiste la niña. Un
dibujo, hijita, un dibujo. «I want one like that, too, mami», dice la niña. Isabel
gira el cuerpo. Ahora sí estoy en problemas, piensa.
Abrase visto mi querido Uli!
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