I
El
alumbrado público se enciende en el centro histórico de Bahía, Brasil. Al
cansancio de haber caminado todo el día conociendo Pelourinho, el Mercado Central,
el puerto y los rincones turísticos de la zona, se suma ahora la inquietud de que,
desde el mediodía, dos de mis amigos de la UNI se han separado del grupo y no los hemos
vuelto a ver. Deben haber regresado al hotel, suponemos el resto de los que
hemos mantenido la disciplina de seguir juntos conociendo la ciudad como una manada
de perros exploradores. Es hora de irnos, dice el Capitán Salinas con la
autoridad de quien ha caminado por tantas urbes y ha pasado por estos trances
más de una vez. Maldición, digo yo con la bronca de tener que cargar con una
preocupación más. Caminamos de regreso a la plaza de Pelourinho para tomar el
taxi. Tomamos el ascensor que nos lleva hasta la Prefectura, pasamos por la
plaza De Souza, y desembocamos en la plaza Da Sé. A diferencia de la mañana en
que arribamos, la plaza ahora está abarrotada de gente, música y vendedores de
cerveza. Músicos callejeros marcan el zacapún-zacapún de una zamba mientras el
resto de gente canta a voz en cuello y baila sacudiendo las caderas, menudeando
los pies. No entiendo lo que dicen, pero a juzgar por las caras de la gente debe
ser una canción de amor. Capitán, le digo al capitán, unas chelitas antes de
irnos, ¿no? El capitán asiente, dice «sí» con el pulgar. Nos acercamos. ¡Grillete!,
grita en peruano una voz desde el tumulto. ¡Oe, dónde se han metido!, responde
la manada al reconocer a los descarriados. Nos abrazamos. La alegría no es solo
brasileña: agitamos las caderas, menudeamos los pies.
II
Estoy
solo en el bulevar de la Do Boi, frente al Ibis Hotel. Mientras la manada se
recupera de la mala noche, entro a una librería a buscar algún libro de
historia y un mapa de carreteras del Brasil. Hago esto en cada país que visito
para así, como diría el «Doc» de «Volver al Futuro», poder volar en el
espacio-tiempo y entender algo más del nuevo país. Hola, busco algún libro de
historia general del Brasil, le digo al vendedor pronunciando lento para que mi
español sea claro y me entienda. Déjame ver, responde el vendedor en un español
de España. Historia, historia, no tengo, dice luego de consultar la computadora,
solo ensayos sobre temas de historia. ¿Puedo ojearlos?, pregunto. Dale,
responde y me muestra el rincón de libros. Me zambullo en ellos. Libros sobre
Pedro II, último emperador del Brasil; libros sobre la colonización portuguesa
del Atlántico; libros sobre la dictadura militar de Olimpio Mourao. Me detengo
sobre las “Naciones Africanas del Brasil”, desde mi llegada a Bahía me ha
llamado la atención la escala de grises de la piel de sus pobladores, el
mestizaje, la hermosura de las mulatas. Leo la contratapa. El libro describe el
sinnúmero de tribus africanas desde donde los portugueses trajeron esclavos. Tribus provenientes de los actuales Congo,
Angola, Zambia, ex-Zaire, Gabón, Zimbabwe, Guinéa Ecuatorial, Uganda, Ruanda, Tanzania,
«el gran grupo Bantú», explica. El libro me seduce, pero es demasiado
caro para mis bolsillos. Dejo la librería. Vago, vago y vago por las playas
cercanas al hotel. Regreso al bulevar. Me siento en un banco a escuchar mi
Ipod. Una mulata espigada y cabello riso se sienta en el banco del lado y hace
lo propio. Se acomoda los audífonos, la cartera y fija la mirada en el mar. Una
Sonia Braga, pienso, una Chica da Silva, una Camila Pitanga. Me enamoro. La
bautizo Emilia para mí y, mientras la espío, me acuerdo del libro de las naciones
africanas. ¿De qué lugar del África vendrán los antepasados de Emilia?, me
pregunto. ¿Serán bantúes, esos hombros rotundos, ese cuello luengo, esos ojos
capulí? Viajo en el espacio-tiempo.
III
Estamos en «El
Tequila», un bar mexicano en el centro de Bahía. Es de noche. El lugar es una
especie de reunión de la OEA
pues está repleto de participantes del XXXIII Congreso Interamericano de
Ingeniería Sanitaria, que celebran a México como sede del próximo Congreso. Una
reunión de la OEA ,
pero alegre. No cabe ni una aguja, pero la gente sigue entrando. En medio de la
oscuridad azul del bar la gente habla, canta, baila. Los brasileños reparten sonrisas;
los uruguayos, tarjetas; los chilenos, miradas; los mexicanos, cerveza. Los
peruanos, en cambio parecemos fantasmas. El bar está tan lleno que estamos
confinados en una esquina y no podemos salir; la música de la orquesta apenas
si llega en rumores hasta nosotros y sólo nos queda conversar. A la manada de la UNI , se ha sumado el resto de
representantes del Perú. ¿Y dónde trabajas? ¿Conoces al ingeniero tal? ¿Y qué es
de zutano? ¿Y en qué anda mengano?, hasta que uno de los exploradores que ha
podido ir y regresar del baño llega con la novedad de que al otro extremo se está
mejor. Nos mudamos. Serpenteamos entre la gente como exploradores en la jungla
y ocupamos nuestra nueva esquina, a un lado de la orquesta. «Pedro Navaja» se
oye a todo volumen y ahora ya no podemos hablar. Nos quedamos mudos durante
otras dos canciones. Nos aburrimos hasta que la orquesta hace una pausa y el
director habla. Invita a los asistentes a su próximo show en Rio Branco.
¡¿Dónde están los peruanos?!, grita luego. Despertamos. ¡¿Dónde están los
peruanos?!, vuelve a preguntar. Gritamos, levantamos las manos, sacamos la
bandera. La extendemos, la agitamos. ¡Chimpún!, grita el director. ¡Callao!,
respondemos. ¡Chimpún!, vuelve a gritar. ¡Callao!, grita ahora todo el mundo. El
director resulta ser cuzqueño; chalaco, el resto del bar.
IV
La
manada se reúne frente al hotel Ibis de cara al mar. Es de noche. La luna llena
sonríe en el negro cielo y, como una mujer que se peina frente al espejo, parece
disfrutar viendo su reflejo en las aguas plateadas. Es nuestra última noche en
Bahía y nos hemos pasado horas y horas, viendo como la luna ha aparecido en el
horizonte del océano y poco a poco, como el sol de nuevo día, ha subido hasta
alumbrar nuestras cabezas. Horas y horas
hablando, riendo, hablando. Del viaje, de nosotros, de nuestros líos
personales, de nuestro país, hasta que ya es más de medianoche. Ahora casi no
hablamos. La modorra de las cervezas en la sangre, la obligación de que mañana habrá
que hacer las maletas, pagar las cuentas y partir nos tiene mudos. Nos falta
ver la salida del sol, dice de pronto uno, recordando nuestra manía de esperar
al sol con los ojos abiertos cada vez que a la manada le ha tocado ver el
Atlántico. Es nuestro pago a la tierra, nuestra manera de agradecer a los
dioses el permitirnos viajar. ¡Cierto!, dice Elvis y saca la brújula. Nos
orientamos. Norte, oeste y este. Por allá, decimos señalamos el punto por donde
en unas horas saldrá el sol y “allá” es el rascacielos de otro hotel delante de
una sucesión de montañas altas. No podremos ver el sol saliendo del mar, pero
nos veremos de nuevo juntos, como cuando nos conocimos hace años en la UNI:
manada y sueños, manada y las ganas de explorar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario