sábado, 31 de marzo de 2012

Carta a un gusano

Claro que me acuerdo de la «Resi», Gordo. Apenas abrí tu mail, apenas leí el «hola, Piolín» de tu saludo, al toque, como quien rebobina en saltos las imágenes de una película en DVD, igualito, aparecí sentado en el banco de cemento que había frente a la entrada de Residencia de la UNI, soleándome al pie de los árboles de plátanos que se creían palmeras, mirando la manguera de agua que serpenteaba como una boa en el jardín. «La Resi». Claro que me acuerdo, Gordo, claro que me acuerdo.
No sé a ti, pero a mí, aquel lugar todavía se me aparece en los sueños. Me veo viviendo otra vez en el Pabellón M, en el ala Este del segundo piso, en el 15 de mi habitación. Me acuerdo clarito de sus cuatro paredes, de mi esquina; mi cama de patas planas y media plaza, la guitarra quiñada a cocachos colgada en la percha, los cuadros a blanco y negro que pinté en mi pared; la ventana larga con vista al bosque de eucaliptos, las chacras de maíz y alfalfa detrás del comedor; el techo blanco atravesado por un fluorescente, largo y luminoso como la espada de un Jedi, la mesa de dibujo que soportaba mis libros, la banca de patas flacas, mis cuadernos, mi tocacaset.
Me acuerdo de todo, Gordo. Me acuerdo del Pumita, de Gonzales, del Olluco, del Pelao, de Mañolo, de Marchelo, de Carlos V, me acuerdo de todos los gusanos. «Gusanos». Cada vez que le cuento a mis amigos de ahora que a los residentes nos llamaban así porque todos creían que éramos vagos y terrucos, se matan de risa. Nada más alejado de la realidad, les digo, porque para ser vago había que tener la panza llena y nosotros nos moríamos de hambre, Gordo, ¿te acuerdas?; y para ser terruco (y para ser comunista, la verdad, después de todo lo que vivimos) había que tener el cerebro atrofiado y la mejor prueba de que nosotros no lo teníamos, es que ahora tú eres el ingeniero Goycochea y yo el «ingeniero de las palabras» (mira tú, que curiosa la vida, encontrarnos gracias aquel reportaje en La República). Claro, cualquiera se preguntará por qué tendría uno que acordarse de un lugar tan extraño; pues porque en ese lugar, a pesar de la violencia de esos años, a pesar de la hiperinflación, a pesar de las epidemias de cólera, los gusanos fuimos muy felices. Allí era imposible estar triste, Gordo: todo era risa y joda, todo era un «ya pe, deja estudiar, huevón». Así eran nuestras vidas en ese «internado», Gordo, como «Rebelde Way», pero al revés. Por eso mi profesor y mis amigos del taller de narrativa se matan de risa cuando leo los capítulos de la nueva novela que estoy escribiendo; cuando les cuento cómo era vivir en la Sala, cómo hacíamos para estudiar, cómo nos enfrentábamos a los «choclos», cómo nos pasábamos horas y horas haciendo cola en el comedor.
Por eso la última vez que soñé con la Resi, no me aguanté, Gordo. Después del trabajo, aceleré el Elefante Gris y en lugar de irme por la Panamericana hacia mi casa, tomé Túpac Amaru y me metí a la UNI por la Puerta 5. ¿A dónde va?, me preguntó el vigilante. Al Laboratorio 20, mentí, a recoger unos resultados de unos análisis químicos. Cuadré el Elefante en el estacionamiento de Economía y caminé lento en dirección a la Resi. El sol todavía estaba fuerte. Me senté en la banca de cemento de la entrada y me puse a mirar el edificio como un fantasma que repasa los lugares por donde vivió. No me atreví a entrar. Me limité a ver a los nuevos ocupantes entrando y saliendo del comedor, subiendo y bajando por las escaleras. El edificio ya no era verde, ya no habían árboles de plátanos en la entrada, ni mangueras anegando el jardín.

2 comentarios:

  1. Muchos de tus posts están llenos de nostalgia. Estoy de acuerdo contigo en que es una de las cosas "buenas" de la vida. ¿De dónde viene?

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  2. ... del inagotable deseo de volver atrás, Carlos, al pasado, cuando la vida era menos difícil y mucho más lenta.

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