I
Llego al aeropuerto de Córdoba, Argentina. Son las ocho de la mañana y el sol asoma calcinante. El vuelo desde Lima ha sido corto, pero agotador. Los preparativos de anoche, el paso de migraciones en la madrugada y la espera del vuelo retrazado proveniente de Centroamérica me han impedido dormir y me han dejado con una pesadez sedante. Llamó al celular de mi primo Vico para anunciar que ya llegué, pero una voz acartonada de mujer con acento argentino me dice que el número que he marcado no existe. La pesadez se transforma en miedo. Tomo el remís (así le dicen aquí a los taxis verdes), lo hago cruzando los dedos porque he quedado en encontrarme con él en la cuadra 40 de Don Bosco, a las seis de la mañana y llevó más de hora y media de retraso; el temor de llegar a un lugar desconocido, y más aún, el temor de que mi primo ya no esté esperándome ahí se acrecientan a medida que dejo atrás autopistas, avenidas, calles en las que nunca he estado. Pero llego al lugar y mi primo aún está ahí. Sale de su auto cuando me ve bajar del remís. Se acerca y me da un largo abrazo. «Cholo, me tenías hecho drama, yo pensé que te habías perdido, boludo», me dice y vuelve a darme otro abrazo. La familia es la familia.
II
Vico es mi primo hermano, pero parece mi hermano. Crecimos juntos en Colcabamba, estudiamos juntos en Huancayo, emigramos juntos a Lima. Pero él era osado y no paró hasta llegar a Córdoba. Hace 22 años de eso.
Llego a su casa. En la puerta me reciben Roxana, su mujer; Leo, su hijo y siete cachorros negros que vienen corriendo desde la casa vecina. Leo y Roxana me reciben con abrazos, los cachorros moviendo la cola y con la lengua afuera como si yo fuera quien los alimenta. Me pongo a jugar con los cachorros mientras mi primo termina de estacionar el auto. Dentro de la casa se oye un coro de ladridos secos que contrastan con la bienvenida. «Son mis perros», advierte mi primo, «dejame encerrarlos porque estos son capaces de devorarte, boludo». Abre la puerta. Los cachorros huyen a su casa como si hubiesen visto al diablo. Un labrador negro y gigante de ojos color cerveza y un calato, mas gigante aún, con erizos en la cabeza y pinta de perro punk se aparecen en la puerta y se me abalanzan encima. «¡Duque, pará, boludo, es el primo!», grita mi primo y el labrador se detiene. Le ofrezco mi mano con temor. El perro se acerca y lo olfatea. Parece dudar de mí y mi procedencia, pero luego me mueve la cola. Le acaricio la cabeza. «Esta es Phaxi», dice Roxana sujetando al otro perro. «Luna en aymara», acota como para que quede claro que el calato punk es en realidad una calata punk. La perra se me acerca moviendo la cola y me lame la mano. La familia es la familia.
III
Vico saca su álbum de fotografías. En cientos de imágenes me muestra la vida que ha hecho en Argentina desde hace 22 años. Vico adolescente estudiante de medicina en la Universidad de Córdoba, Vico en su taller de imprenta, Vico y su familia en cientos de lugares. «Ah, pero éste es lo máximo, cholo», me dice después de más de diez álbumnes y me entrega uno de esquinas desgastadas. Lo abro. La primera imagen me convierte en niño de un sopetón. Mi tía Ana, vestida de novia, posa al lado de sus sobrinos. Reconozco de inmediato a mi madre joven, a mis hermanos y primos niños. Me reconozco. Es la primera vez que me veo en una foto como esa. A diferencia de mi primo, en mi casa las fotografías se pierden con los años y no hay constancia de mi metamorfosis. La imagen del Ulises niño me deja perplejo. El cabello a la izquierda, los ojos saltones, la sonrisa cachetona. La garganta se me anuda. «Puta mare, cholo», exclamo. Mi primo ríe. Le siguen más fotos de nosotros niños en Huancayo, nosotros niños en una pachamanca en Pilcos, nosotros niños en Campo Armiño. Nuestros padres jóvenes posando delante de sus camiones, nuestros padres jóvenes en el entierro de mi abuelo, nuestros padres jóvenes en la plaza de Colcabamba. Sonrío, hablo, me conmuevo con cada una de esas imágenes. «Puta, cholo», me dice mi primo al final, «este álbum me ha sacado un montón de veces del drama. Cuando yo vivía solo y me venían esas nostalgias que sólo a nosotros nos vienen, miraba y miraba estas fotos y me lo lloraba, boludo». Vuelvo a ver el álbum y le tomo fotografías a las fotografías. La familia es la familia.
Llego al aeropuerto de Córdoba, Argentina. Son las ocho de la mañana y el sol asoma calcinante. El vuelo desde Lima ha sido corto, pero agotador. Los preparativos de anoche, el paso de migraciones en la madrugada y la espera del vuelo retrazado proveniente de Centroamérica me han impedido dormir y me han dejado con una pesadez sedante. Llamó al celular de mi primo Vico para anunciar que ya llegué, pero una voz acartonada de mujer con acento argentino me dice que el número que he marcado no existe. La pesadez se transforma en miedo. Tomo el remís (así le dicen aquí a los taxis verdes), lo hago cruzando los dedos porque he quedado en encontrarme con él en la cuadra 40 de Don Bosco, a las seis de la mañana y llevó más de hora y media de retraso; el temor de llegar a un lugar desconocido, y más aún, el temor de que mi primo ya no esté esperándome ahí se acrecientan a medida que dejo atrás autopistas, avenidas, calles en las que nunca he estado. Pero llego al lugar y mi primo aún está ahí. Sale de su auto cuando me ve bajar del remís. Se acerca y me da un largo abrazo. «Cholo, me tenías hecho drama, yo pensé que te habías perdido, boludo», me dice y vuelve a darme otro abrazo. La familia es la familia.
II
Vico es mi primo hermano, pero parece mi hermano. Crecimos juntos en Colcabamba, estudiamos juntos en Huancayo, emigramos juntos a Lima. Pero él era osado y no paró hasta llegar a Córdoba. Hace 22 años de eso.
Llego a su casa. En la puerta me reciben Roxana, su mujer; Leo, su hijo y siete cachorros negros que vienen corriendo desde la casa vecina. Leo y Roxana me reciben con abrazos, los cachorros moviendo la cola y con la lengua afuera como si yo fuera quien los alimenta. Me pongo a jugar con los cachorros mientras mi primo termina de estacionar el auto. Dentro de la casa se oye un coro de ladridos secos que contrastan con la bienvenida. «Son mis perros», advierte mi primo, «dejame encerrarlos porque estos son capaces de devorarte, boludo». Abre la puerta. Los cachorros huyen a su casa como si hubiesen visto al diablo. Un labrador negro y gigante de ojos color cerveza y un calato, mas gigante aún, con erizos en la cabeza y pinta de perro punk se aparecen en la puerta y se me abalanzan encima. «¡Duque, pará, boludo, es el primo!», grita mi primo y el labrador se detiene. Le ofrezco mi mano con temor. El perro se acerca y lo olfatea. Parece dudar de mí y mi procedencia, pero luego me mueve la cola. Le acaricio la cabeza. «Esta es Phaxi», dice Roxana sujetando al otro perro. «Luna en aymara», acota como para que quede claro que el calato punk es en realidad una calata punk. La perra se me acerca moviendo la cola y me lame la mano. La familia es la familia.
III
Vico saca su álbum de fotografías. En cientos de imágenes me muestra la vida que ha hecho en Argentina desde hace 22 años. Vico adolescente estudiante de medicina en la Universidad de Córdoba, Vico en su taller de imprenta, Vico y su familia en cientos de lugares. «Ah, pero éste es lo máximo, cholo», me dice después de más de diez álbumnes y me entrega uno de esquinas desgastadas. Lo abro. La primera imagen me convierte en niño de un sopetón. Mi tía Ana, vestida de novia, posa al lado de sus sobrinos. Reconozco de inmediato a mi madre joven, a mis hermanos y primos niños. Me reconozco. Es la primera vez que me veo en una foto como esa. A diferencia de mi primo, en mi casa las fotografías se pierden con los años y no hay constancia de mi metamorfosis. La imagen del Ulises niño me deja perplejo. El cabello a la izquierda, los ojos saltones, la sonrisa cachetona. La garganta se me anuda. «Puta mare, cholo», exclamo. Mi primo ríe. Le siguen más fotos de nosotros niños en Huancayo, nosotros niños en una pachamanca en Pilcos, nosotros niños en Campo Armiño. Nuestros padres jóvenes posando delante de sus camiones, nuestros padres jóvenes en el entierro de mi abuelo, nuestros padres jóvenes en la plaza de Colcabamba. Sonrío, hablo, me conmuevo con cada una de esas imágenes. «Puta, cholo», me dice mi primo al final, «este álbum me ha sacado un montón de veces del drama. Cuando yo vivía solo y me venían esas nostalgias que sólo a nosotros nos vienen, miraba y miraba estas fotos y me lo lloraba, boludo». Vuelvo a ver el álbum y le tomo fotografías a las fotografías. La familia es la familia.
Qué buena semblanza, Ulises. Así es, la nostalgia engruesa el tiempo pero tambíén lo diluye aunque nunca consiga desaparecerlo, y eso le afecta y lo valora la gente que se ama y se quiere bien.
ResponderEliminarUn abrazo,
P.S. (¿no será esa perra calata-punk una invensión de The Cure en Huancayo mudada a la Argentina?)
Hola, Oscar.
ResponderEliminarGracias por tus palabras. Creo que si la perra Phaxí hubiera nacido en Huancayo, de seguro habría vivido en el Jr Moquegua y Cajamarca, calles por donde vivian esos chibolos que se creían los The Cure de Huancayo.
Felicitaciones por el lanzamiento de "Paisaje Habitado", este fin de semana saldré a comprarlo.