Navego sobre el salar de Uyuni, en Potosí, Bolivia. Desde que salí de Uyuni pueblo, a las diez de la mañana, la 4x4 en que me desplazo a 100 por hora parece un bote con motor fuera de borda navegando sobre un mar blanco. Lliteralmente eso es lo que es el salar: un mar. O mejor dicho, lo fue. Un mar que se secó y que después de millones de años, de miles de terremotos, se elevó hasta llegar a los Andes, 4200 metros por encima y del que, ahora, sólo queda una inmensa e interminable sabana de sal.
Son las dos de la tarde. Por la mañana el paisaje era maravilloso, increíble, único; pero después de cinco horas de ver sal y sal y más sal, el tedio y el sopor pesa en mi ánimo y me mata de aburrimiento. Miro al resto de ocupantes de la camioneta. Un chileno y su novia francesa de curvas generosas; una holandesa espigada con rostro de muñeca; una coreana delgada y de pechos diminutos; una argentina menuda de caderas anchas; el chofer, un gordo de rostro avejentado; la cocinera, una joven delgada de chapas ocres. Todos dormitan excepto el chofer y yo. Para no aburrirme, imagino música sonando en mi cabeza porque mi Ipod sufre de soroche y no funciona en la sierra; anoto datos en mi moleskine porque luego habré de narrar esta crónica; imagino ideas, situaciones, personajes. Espío a la holandesa. De lejos es la más guapa del grupo; el calor le da a sus mejillas un toque de rubor que resalta aún más su rostro de muñeca. Envidio al chileno que hasta dormido parece disfrutar de las carnes de la francesa. Observo a la coreana que viaja a mi lado dopada por tantas pastillas que ha tomado para sortear el soroche; a la argentina que dormita con la cara apoyada a la ventana opuesta a la mía y me deja ver un tierno perfil de niña. Observo, anoto, observo, hasta que también yo caigo dormido.
Despierto a los pocos minutos. La 4x4 ahora corre en línea recta en dirección a la próxima isla donde habremos de pasar la primera de las tres noches del viaje que haremos juntos para conocer las punas de Potosí. El cielo es azul y apenas una nube, larga como el hilo de humo de un cigarro, luce estática en el horizonte; el sol quema como una gigantesca antorcha y la luz del día se amplifica por el reflejo de los rayos en el interminable espejo blanco; tanto que mis lentes oscuros parecen no existir. Los ojos y la nariz me arden porque los minúsculos polvos de cloruro de sodio flotan en el aire. Ruego que pronto termine el viaje. Mis ruegos se hacen realidad a las cuatro de la tarde; la isla a la que arribamos es un cerro amarillo salpicado de mechones de ichu y cruces de espinos, pero es tierra firme. La camioneta aparca en una playa de piedras. Descendemos y estiramos los pies. El calor del día ahora es un frío filoso que me corta la cara. Bueno, señores, aquí es donde pasaremos la noche, dice el chofer y nos señala una casa de techo a dos aguas hecha de ladrillos de sal. Qué maravilla, grita la holandesa en un español tosco; el chileno y la francesa se besan como si recién se encontraran; la coreana no dice ni pío con el soroche, la argentina se preocupa más en revisar su equipaje. Unos perros lanudos y una mujer de cara redonda y chapas marrones nos dan la bienvenida y nos conducen al interior. Las paredes, el piso, las mesas están hechas de una piedra amarronada. Paso el dedo por la esquina de una de las mesas y me la llevo a la boca. Compruebo que también es de sal. La mujer nos muestra el baño revestido de concreto y nos dice que cada duchazo cuestas diez bolivianos el balde y nos aclara que es porque ahí hace cuatro años que no llueve y que el agua hace el mismo viaje que nosotros para llegar hasta allí. Luego nos da la noticia de que sólo hay una habitación con seis camas y otra con tres. El chileno dice que por obvias razones tomará la de tres camas y se va con la francesa. El resto de mujeres me ven como si no hubiera más alternativa que dormir con un pervertido. Asu mare, digo para mí. Por mí no hay problema, dice la holandesa en inglés luego de unos segundos. Por mí tampoco, dice la coreana con una voz de pajarito. Y bueno, Ulises, cambiá esa cara, no vamos a hacerte nada, dice la argentina y se ríe. También yo rió. Entramos a la habitación. Supongo que me quieren lo más lejos posible, digo en mi pobre inglés. Sí responden ellas y me mandan a la última cama. Nos reímos al comprobar que también las camas son de sal.
Son las dos de la tarde. Por la mañana el paisaje era maravilloso, increíble, único; pero después de cinco horas de ver sal y sal y más sal, el tedio y el sopor pesa en mi ánimo y me mata de aburrimiento. Miro al resto de ocupantes de la camioneta. Un chileno y su novia francesa de curvas generosas; una holandesa espigada con rostro de muñeca; una coreana delgada y de pechos diminutos; una argentina menuda de caderas anchas; el chofer, un gordo de rostro avejentado; la cocinera, una joven delgada de chapas ocres. Todos dormitan excepto el chofer y yo. Para no aburrirme, imagino música sonando en mi cabeza porque mi Ipod sufre de soroche y no funciona en la sierra; anoto datos en mi moleskine porque luego habré de narrar esta crónica; imagino ideas, situaciones, personajes. Espío a la holandesa. De lejos es la más guapa del grupo; el calor le da a sus mejillas un toque de rubor que resalta aún más su rostro de muñeca. Envidio al chileno que hasta dormido parece disfrutar de las carnes de la francesa. Observo a la coreana que viaja a mi lado dopada por tantas pastillas que ha tomado para sortear el soroche; a la argentina que dormita con la cara apoyada a la ventana opuesta a la mía y me deja ver un tierno perfil de niña. Observo, anoto, observo, hasta que también yo caigo dormido.
Despierto a los pocos minutos. La 4x4 ahora corre en línea recta en dirección a la próxima isla donde habremos de pasar la primera de las tres noches del viaje que haremos juntos para conocer las punas de Potosí. El cielo es azul y apenas una nube, larga como el hilo de humo de un cigarro, luce estática en el horizonte; el sol quema como una gigantesca antorcha y la luz del día se amplifica por el reflejo de los rayos en el interminable espejo blanco; tanto que mis lentes oscuros parecen no existir. Los ojos y la nariz me arden porque los minúsculos polvos de cloruro de sodio flotan en el aire. Ruego que pronto termine el viaje. Mis ruegos se hacen realidad a las cuatro de la tarde; la isla a la que arribamos es un cerro amarillo salpicado de mechones de ichu y cruces de espinos, pero es tierra firme. La camioneta aparca en una playa de piedras. Descendemos y estiramos los pies. El calor del día ahora es un frío filoso que me corta la cara. Bueno, señores, aquí es donde pasaremos la noche, dice el chofer y nos señala una casa de techo a dos aguas hecha de ladrillos de sal. Qué maravilla, grita la holandesa en un español tosco; el chileno y la francesa se besan como si recién se encontraran; la coreana no dice ni pío con el soroche, la argentina se preocupa más en revisar su equipaje. Unos perros lanudos y una mujer de cara redonda y chapas marrones nos dan la bienvenida y nos conducen al interior. Las paredes, el piso, las mesas están hechas de una piedra amarronada. Paso el dedo por la esquina de una de las mesas y me la llevo a la boca. Compruebo que también es de sal. La mujer nos muestra el baño revestido de concreto y nos dice que cada duchazo cuestas diez bolivianos el balde y nos aclara que es porque ahí hace cuatro años que no llueve y que el agua hace el mismo viaje que nosotros para llegar hasta allí. Luego nos da la noticia de que sólo hay una habitación con seis camas y otra con tres. El chileno dice que por obvias razones tomará la de tres camas y se va con la francesa. El resto de mujeres me ven como si no hubiera más alternativa que dormir con un pervertido. Asu mare, digo para mí. Por mí no hay problema, dice la holandesa en inglés luego de unos segundos. Por mí tampoco, dice la coreana con una voz de pajarito. Y bueno, Ulises, cambiá esa cara, no vamos a hacerte nada, dice la argentina y se ríe. También yo rió. Entramos a la habitación. Supongo que me quieren lo más lejos posible, digo en mi pobre inglés. Sí responden ellas y me mandan a la última cama. Nos reímos al comprobar que también las camas son de sal.
Son las siete, pero parece medianoche. Ahora nadie habla. Todo está oscuro. El cansancio parece habernos dejado a todos sin fuerzas. Una a una las mujeres se arropan, dan las buenas noches y se acurrucan en sus camas, hasta que llega mi turno. Me arropo por todas las esquinas. El frío es atroz y no puedo coger sueño, mi chullo, mis frazadas, mi ropa parecen tener miles de huecos por donde se cuela el aire helado. Repito el ejercicio que hice en la camioneta para quedar dormido. Fantaseo con la holandesa, la argentina, la francesa, me río alucinando que alguna de ellas se cuela en mi cama diciendo: ¡ay que rico calorcito!, pero el frío es tal que hasta la imaginación y la libido terminan en el fondo de un vaso de hielo. Entonces pienso en ellas como hermanas mías, hermanas de locura; locas venidas de diferentes rincones del mundo, locas que viajan solas, locas que soportan el calor, la sed, el frío para conocer lugares que guardarán en la memoria, lugares de los que hablarán a sus hijos, hijos que dirán: qué loca mi mamá. Poco a poco me quedo dormido.
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