Ahí,
todos odiábamos a la humanidad, Grillete, ahí, todos queríamos matarnos unos a otros. Medio Lima
asesinaba por atravesar el puente de Pro en dirección al centro y la otra mitad
cruzaba sus carros en contra, pugnando por llegar a Ancón. Nadie se movía. Nadie
prohibía a los demás no invadir el carril contrario, nadie llamaba a la calma
para ordenarnos, nadie decía: hagamos esto. Sólo gritos. Gritos y bocinazos. Ve
tú a saber qué accidente, qué protesta, qué predicción maya se habría cumplido en
la Panamericana norte, después del peaje de Puente Piedra, el hecho es que todo
el mundo, huyendo de aquel atolladero como nosotros, se metió a La Ensenada,
camino a San Diego, y terminó atrapado en otro atolladero, a un costado del río
Chillón. ¡Ay!, dijo Pujito, el payaso que llevábamos de regreso a Los Olivos y
al que Elvis había contratado para animar la Navidad de los obreros que construían
las redes de agua potable y alcantarillado en Villa Club, en las lomas de
Carabayllo. Ahora sí que me fregué. Tranquilo, ahorita pasamos, dijo Elvis como
si el atolladero no existiera. Pucha madre, masculló Pujito con su cara blanca
de mimo y su sonrisa negra de payaso, mirando en el panel del auto que ya eran
casi las seis de la tarde y que no llegaría a tiempo a su próximo show. Yo bajé
del auto. Voy a ver cómo está la cosa adelante, dije y caminé como tres cuadras
hasta llegar al puente. Aquello era el fin del mundo, Grillete. Decenas de
autos, buses y camiones, estaban cruzados en el puente, atravesados unos contra
otros, como hormigas extraviadas que pugnan por cruzar por una delgada rama. A
ambos lados del puente, los carros invadían los carriles en todas las
direcciones y habían terminado por amarrar el tráfico en un nudo infranqueable.
De aquí no salimos, le dije a Elvis por el nextel y le conté lo que veía.
Regresé al auto y encontré a Pujito programando, de lo más tranquilo, su show
de canciones y chistes en su laptop hasta que de nuevo preguntó la hora. Pucha
madre, volvió a decir cuando le dije que eran las 6:20. ¿A qué hora es tu
show?, le pregunté. A las 6:30, respondió con cara de preocupación, viendo como
la pantalla del reloj digital en el tablero palpitaba y palpitaba marcando los
segundos, sin que ningún carro se moviera. Nos contó que tenía que animar una
fiesta de promoción de colegio y que luego tenía que ir a ver a sus hijas. Se
puso hablar de ellas. Mis hijitas por aquí, mis hijitas por allá; mis hijitas así,
mis hijitas asá, con un cariño que conmovía que hasta yo me olvidé del
atolladero. Tus hijas son algo serio, ¿no?, le dijo Elvis y todos ahí dentro
del auto nos matamos de risa. Claro, dijo Pujito, tan serio que me dicen papá,
y todos, dentro del auto, nos volvimos a reír. Menos Pujito que empezó a hacer
números y a sacar la cuenta del dinero y los clientes que perdería por no
cumplir su palabra. Pero no es tu culpa, le dijimos, ¿quién iba a saber de este
atolladero? Igual, pe, socio, dijo Pujito, contrato es contrato. ¿Y qué tal si
te vas a pie?, dijo Elvis. Claro, dije yo. Cruzas el puente y tomas un taxi al
otro lado del atolladero. ¿Y mi equipo? Sin mi equipo no hago nada, dijo Pujito
refiriéndose al amplificador, la consola y los juguetes que llevábamos en la
maletera. Bajé de nuevo del auto. Voy a cruzar el puente y les aviso cómo está
la cosa al otro extremo, dije tratando de ayudar. El atolladero se había
convertido ahora en un campo de batalla. El Puente estaba llena de la gente que
había abandonado los buses y sorteaba los carros tratando de continuar su
viaje; un solitario policía, trataba de abrir un sendero entre el desorden para
desatar el nudo, pero nadie le hacía caso. Regresé al auto. Pujito ya no
estaba. Yo no lo vi, pero dice Elvis que Pujito dejó su equipo para que se lo
lleváramos luego a su casa, cargo en su mochila la laptop y un par de cosas y
se fue a hacer su show a cappella. Dice que bajó del auto, caminó entre los carros
con su traje blanco de payaso y su sonrisa negra, silbando su pito e imitando a
un policía que dirige el tráfico. Y dice que la gente se reía.
Dibujo:internet
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