Dejo Lima huyendo del frío, la garúa y los días nublados. Como cada dos años, mis amigos de la UNI y yo nos embarcamos en un viaje de siete días para conocer juntos algún país de América. Esta vez, el destino es República Dominicana. Desde los días previos, las fotos y la información que he encontrado en Internet acerca de Santo Domingo y Punta Cana, promete justo lo que andaba buscando: palmeras verdes, arena blanca y un mar turquesa; casi, casi como el paraíso.
Pero el Huracán Tomás se ha encargado de aguarnos la fiesta. «Tomas, el extraño ciclón de noviembre, giró en el Caribe central según el Centro Nacional de Huracanes (CNH), para avanzar de forma directa sobre Haití y República Dominicana como huracán con intensas lluvias», dice una nota de prensa en la CNN y un escozor de inquietud me embarga. Les comentó la noticia a mis amigos en el Jorge Chávez mientras esperamos el abordaje. Las huevas, dice uno de ellos, allá la armamos nosotros. Pero ya el aterrizaje en Panamá nos pinta la realidad: vientos, nubes negras y lluvias. Mis amigos y yo seguimos burlándonos del clima como si en verdad no importara a dónde vamos. Hacemos planes para la llegada, los días de playa, el Congreso AIDIS, hasta que las vibraciones de la nave nos dejan si ganas de continuar. El capitán de la nave no lo dice, pero hace varios minutos que volamos en círculos sobre Santo Domingo, supongo yo, tratando de evadir las tormentas. De pronto el avión se sacude con un interminable terremoto. Un ligero vacío en el estomago, como el que se siente en la bajada de una montaña rusa, me inyecta adrenalina. Entonces trato de recordar aquello de las salidas de emergencia y los chalecos salvavidas que las aeromozas se han matado en explicarnos en todos los vuelos. Trato de ubicar dónde es que están esos elementos que, se supone, me salvarán la vida. La nave comienza a descender. Miro por la ventana. Las alas rompen las nubes grises y la lluvia a toda velocidad y la hacen aparecer y desaparecer entre la bruma. Ahora si que me asusto. Aprieto el pasaporte que desde hace rato tengo en la mano creyendo que pronto aterrizaremos y el infierno acabará. Pienso en las cosas que he dejado pendientes en Lima y celebro que al menos he dejado el manuscrito de “Ojos de pez abisal” repartido entre varios de mis amigos escritores y que si muero alguno de ellos se apiadará de mí y hará lo posible por publicarla a manera de "homenaje póstumo", hasta que el sacudón de las ruedas tocando tierra y las tembladeras de la desaceleración se van terminando poco a poco. La nave se detiene. La gente aplaude. Yo y mis amigos volvemos a sonreír.
Pero el Huracán Tomás se ha encargado de aguarnos la fiesta. «Tomas, el extraño ciclón de noviembre, giró en el Caribe central según el Centro Nacional de Huracanes (CNH), para avanzar de forma directa sobre Haití y República Dominicana como huracán con intensas lluvias», dice una nota de prensa en la CNN y un escozor de inquietud me embarga. Les comentó la noticia a mis amigos en el Jorge Chávez mientras esperamos el abordaje. Las huevas, dice uno de ellos, allá la armamos nosotros. Pero ya el aterrizaje en Panamá nos pinta la realidad: vientos, nubes negras y lluvias. Mis amigos y yo seguimos burlándonos del clima como si en verdad no importara a dónde vamos. Hacemos planes para la llegada, los días de playa, el Congreso AIDIS, hasta que las vibraciones de la nave nos dejan si ganas de continuar. El capitán de la nave no lo dice, pero hace varios minutos que volamos en círculos sobre Santo Domingo, supongo yo, tratando de evadir las tormentas. De pronto el avión se sacude con un interminable terremoto. Un ligero vacío en el estomago, como el que se siente en la bajada de una montaña rusa, me inyecta adrenalina. Entonces trato de recordar aquello de las salidas de emergencia y los chalecos salvavidas que las aeromozas se han matado en explicarnos en todos los vuelos. Trato de ubicar dónde es que están esos elementos que, se supone, me salvarán la vida. La nave comienza a descender. Miro por la ventana. Las alas rompen las nubes grises y la lluvia a toda velocidad y la hacen aparecer y desaparecer entre la bruma. Ahora si que me asusto. Aprieto el pasaporte que desde hace rato tengo en la mano creyendo que pronto aterrizaremos y el infierno acabará. Pienso en las cosas que he dejado pendientes en Lima y celebro que al menos he dejado el manuscrito de “Ojos de pez abisal” repartido entre varios de mis amigos escritores y que si muero alguno de ellos se apiadará de mí y hará lo posible por publicarla a manera de "homenaje póstumo", hasta que el sacudón de las ruedas tocando tierra y las tembladeras de la desaceleración se van terminando poco a poco. La nave se detiene. La gente aplaude. Yo y mis amigos volvemos a sonreír.
Llueve en las playas de Bávaro, pero todos estamos con traje de baño. Bajo una carpa de palmeras, el Capitán, Elvis, Isme, el Tigre, Mabel, Panamá, El Loco, Yuri, Goya y yo, esperamos que anochezca con una conversación hilarante en las bocas y unas cervezas en la mano. A esta hora, se supone que deberíamos estar borrachos, gozando de una puesta de sol, pero en su lugar, estamos sentados alrededor de una banca, rodeados de palmeras lloronas, un mar gris y un cielo cargado de nubes negras. Pero no importa. Recordamos los años en que estudiábamos juntos en la UNI, las penurias que pasamos en el gobierno de Alan I, las veces que nos enamoramos. Nos cagamos de risa. Nos burlamos del susto del vuelo y celebramos la suerte de estar juntos. Nos tomamos fotos. Nos ponemos chapas. Nos volvemos a cagar de risa. El paraíso está donde están tus amigos (y la mujer de tu vida).
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