Conduzco el Elefante Verde por Universitaria. Hacerlo sábado por la tarde, sin prisa y con mi música a todo volumen, es un placer; hasta que, después del cruce con Argentina, me topo con una batida policial. Me inquieto. El recuerdo que la revisión técnica se me ha vencido hace unos días me pinta en la mente la amenaza de una multa de más de cuatrocientos soles. Bajo el volumen. Tranquilo, me digo, no mires a los tombos a la cara y listo, nadie te va a detener. Sorteo al primer policía, al segundo, al tercero. A medida que me acerco puedo ver que el callejón oscuro de policías y patrulleros se extiende por toda una cuadra. Una pitada y el auto que va delante de mí, es abatido. Pone la luz direccional y se orilla a la derecha. Yo sigo de frente, entre lento y apurado, tratando de pasar inadvertido. Un auto negro aparece delante de mí como diciendo, apúrate pues, cuñadito. Lo dejo pasar y me pego a él para tenerlo de escudo. El truco me funciona media cuadra. Otro pitido y el auto negro es obligado a detenerse. Ahora estoy sólo y aún me queda media cuadra de callejón. Tranquilo, vuelvo a repetir. Acelero un poco. Un policía me mira, se lleva el pito a la boca como quien dice, ya te vi, comparito. No puedo evitar mirarlo. Parece dudar en pitarme. No lo hace. Vuelvo la mirada a la vía y continúo mi camino hasta que el callejón oscuro se acaba. Suspiro de tranquilidad. El lunes renuevo la revisión técnica, prometo.
Unos buses entrelazados me detienen en la avenida Lima. A pesar de estar en verde obstruyen el paso de los demás en su afán por pescar pasajeros. Me abro paso a través de un resquicio y cuando por fin los he sorteado, el semáforo cambia a rojo. Cruzo igual y al hacerlo reparo que un patrullero está estacionado a un rincón, acechante y sigiloso. ¡Auch!, digo para mí. Por un momento dudo en continuar, pero ya es tarde para detenerse. Acelero. Vuelvo al retrovisor para ver si el patrullero viene detrás, pero un batallón de autos se alinea después de mí y no puedo ver más. Suspiro de tranquilidad, otra vez.
Me detengo en San Germán. Ahora sí el semáforo advierte con tiempo que hay que hacer un alto. Aprovecho la pausa para cambiar el CD de música. Cambia la luz. Acelero y subo el volumen. De pronto una voz metálica suena detrás de mí. ¡Verde, deténgase!, grita por un alta voz. Recién entonces reparo que el patrullero que rebasé en Lima está detrás de mí. Me pongo a sudar. Orillo el Elefante Verde con la imagen de una multa en ciernes otra vez. Saco el SOAT, la tarjeta de propiedad y el brevet. Un policía alto y robusto como un tronco se acerca por el retrovisor. Su caminar me asusta aún más. Buenas tardes, caballero, dice al aparecer en la puerta. Buenas tardes, respondo y le entrego mis documentos. Apenas si le da un vistazo. Perdone, ¿dónde consiguió esa bandera?, dice luego con gentileza, señalando la que llevo extendida detrás del parabrisas posterior. Lo mandé a confeccionar, respondo aún sorprendido por los modales y la pregunta. ¿Así? Sí, mi madre lo cortó y cosió, y el escudo lo mandé a estampar en Gamarra. ¡Ah!, mire. Es la bandera de San Martín ¿no? Sí, la primera bandera del Perú. Me gusta, es más bonita que la actual por eso la mandé a hacer, explico. El policía sonríe. Que pena, dice mientras me devuelve los documentos, pensé que la vendían por ahí. Gracias, añade y se va.
Llego a casa. Al cerrar la puerta de la cochera vuelvo a ver la bandera que desde hace años, cada julio, llevo extendida en la ventana trasera del Elefante Verde como un gesto bobo de peruanidad. Quedó bien bacán, digo para mí. Entro a casa. La anécdota me anima a buscar en Internet algún dato interesante que describa la bandera y me ayude a narrar esta historia. Encuentro una. «Se adoptará por bandera nacional del país una de seda, o lienzo, de ocho pies de largo, y seis de ancho ---dice el decreto firmado por el General San Martín el 21 de octubre de 1820---, dividida por líneas diagonales en cuatro campos, blancos los dos de los extremos superior e inferior, y encarnados los laterales; con una corona de laurel ovalada, y dentro de ella un Sol, saliendo por detrás de sierras escarpadas que se elevan sobre un mar tranquilo. El escudo puede ser pintado, o bordado, pero conservando cada objeto su color: a saber, la corona de laurel ha de ser verde, y atada en la parte inferior con una cinta de color de oro; azul la parte superior que representa el firmamento; amarillo el Sol con sus rayos; las montañas de un color pardo oscuro, y el mar entre azul y verde». Sonrío. Mejor descrito, imposible.
Unos buses entrelazados me detienen en la avenida Lima. A pesar de estar en verde obstruyen el paso de los demás en su afán por pescar pasajeros. Me abro paso a través de un resquicio y cuando por fin los he sorteado, el semáforo cambia a rojo. Cruzo igual y al hacerlo reparo que un patrullero está estacionado a un rincón, acechante y sigiloso. ¡Auch!, digo para mí. Por un momento dudo en continuar, pero ya es tarde para detenerse. Acelero. Vuelvo al retrovisor para ver si el patrullero viene detrás, pero un batallón de autos se alinea después de mí y no puedo ver más. Suspiro de tranquilidad, otra vez.
Me detengo en San Germán. Ahora sí el semáforo advierte con tiempo que hay que hacer un alto. Aprovecho la pausa para cambiar el CD de música. Cambia la luz. Acelero y subo el volumen. De pronto una voz metálica suena detrás de mí. ¡Verde, deténgase!, grita por un alta voz. Recién entonces reparo que el patrullero que rebasé en Lima está detrás de mí. Me pongo a sudar. Orillo el Elefante Verde con la imagen de una multa en ciernes otra vez. Saco el SOAT, la tarjeta de propiedad y el brevet. Un policía alto y robusto como un tronco se acerca por el retrovisor. Su caminar me asusta aún más. Buenas tardes, caballero, dice al aparecer en la puerta. Buenas tardes, respondo y le entrego mis documentos. Apenas si le da un vistazo. Perdone, ¿dónde consiguió esa bandera?, dice luego con gentileza, señalando la que llevo extendida detrás del parabrisas posterior. Lo mandé a confeccionar, respondo aún sorprendido por los modales y la pregunta. ¿Así? Sí, mi madre lo cortó y cosió, y el escudo lo mandé a estampar en Gamarra. ¡Ah!, mire. Es la bandera de San Martín ¿no? Sí, la primera bandera del Perú. Me gusta, es más bonita que la actual por eso la mandé a hacer, explico. El policía sonríe. Que pena, dice mientras me devuelve los documentos, pensé que la vendían por ahí. Gracias, añade y se va.
Llego a casa. Al cerrar la puerta de la cochera vuelvo a ver la bandera que desde hace años, cada julio, llevo extendida en la ventana trasera del Elefante Verde como un gesto bobo de peruanidad. Quedó bien bacán, digo para mí. Entro a casa. La anécdota me anima a buscar en Internet algún dato interesante que describa la bandera y me ayude a narrar esta historia. Encuentro una. «Se adoptará por bandera nacional del país una de seda, o lienzo, de ocho pies de largo, y seis de ancho ---dice el decreto firmado por el General San Martín el 21 de octubre de 1820---, dividida por líneas diagonales en cuatro campos, blancos los dos de los extremos superior e inferior, y encarnados los laterales; con una corona de laurel ovalada, y dentro de ella un Sol, saliendo por detrás de sierras escarpadas que se elevan sobre un mar tranquilo. El escudo puede ser pintado, o bordado, pero conservando cada objeto su color: a saber, la corona de laurel ha de ser verde, y atada en la parte inferior con una cinta de color de oro; azul la parte superior que representa el firmamento; amarillo el Sol con sus rayos; las montañas de un color pardo oscuro, y el mar entre azul y verde». Sonrío. Mejor descrito, imposible.
Paola Reaño: ¡hola Grillo! Me parece interesante buscar ser original en todo lo que se hace y posee; sabes ese gesto de peruanidad no es bobo, todo lo contrario, me indica que no todos somos alienados ni adoptamos poses extrañas solo por aparentar lo que no somos. Siempre trato de leer tu blogs y descubro que a todos nos pasan cosas ¡Super anecdóticas y divertidas! Cuidate y muchos abrazos.
ResponderEliminarGracias por tus palabras, Paola. Y por leer este blog. Tienes razon: a todos nos pasan cosas y anecdotas. Quizá estar vivo sea eso: caminar, mirar y narrar.
ResponderEliminarDescubrir "The Cure in Huancayo" en la última Feria del Libro ha sido un broche de oro en mi descanso de fiestas patrias. Felicitaciones
ResponderEliminarIrina Avila Caro
Gracias, Irina. Ojala que los cuentos de The Cure en Huancayo te lleven de paseo por los lugares donde tanto fui feliz.
ResponderEliminarUlises:
ResponderEliminarMuchas gracias por tus historias. Soy seguidora tuya desde hace algun tiempo cuando mi esposo, peruano, Huancaino, me presto The Cure in Huancayo. Desde entonces siempre espero con ansias leer tus cuentos. Nos encantan tus descripciones de lugares, personajes, costumbres del pais, la manera en que le das significado a las cosas cotidianas. Felicitaciones! Y gracias nuevamente!