Esta
historia me la contó mi hermano, hace algún tiempo. Estaba él en el cruce de
Aviación y Javier Prado, al pie de la estación del tren eléctrico, esperando la
llegada de un amigo, cuando reparó que en la acera de enfrente, entre la
multitud que a esa hora atiborraba el paradero de autobuses de la Biblioteca
Nacional, un hombre ciego iba y venía por la acera, iba y venía por la acera
tanteando el suelo con un bastón. Parecía querer cruzar la avenida y no podía.
Se sorprendió que nadie lo notara y que nadie lo asistiera. Entonces mi
hermano cruzó la avenida, se acerco al hombre y le preguntó si necesitaba
ayuda. No, gracias, le respondió el hombre y le dijo que lo que ocurría era que
estaba inquieto porque hacía rato que esperaba a una mujer y esta no llegaba.
¿Me harías un favor?, le preguntó. Claro, dijo mi hermano. ¿Podrías fijarte,
así como quien no quiere la cosa, si no anda por aquí cerca una mujer ciega
también caminando por ahí con un bastón en la mano? Entonces mi hermano buscó,
buscó, buscó a la mujer entre los ríos de gente que fluían presurosos por
Aviación, Javier Prado y la estación del tren eléctrico y no, no halló a nadie.
Lo siento, no veo a la persona que describes, le dijo con pena. Bueno, ya
llegará, respondió el hombre y luego cada quien volvió a lo suyo. Cinco, diez,
quince minutos pasaron hasta que mi hermano, desde la vereda de enfrente otra
vez, vio como una mujer ciega con tiento negro apareció por detrás de la
Biblioteca Nacional y tanteando tanteando, caminando caminando, se abrió paso
entre la gente y llegó hasta el hombre ciego que iba y venía, iba venía con un
bastón. Vio que se besaron. Vio que hablaron unos segundos y que luego se
fueron caminando tomados de la mano por Aviación. Y hoy que pasé por San Borja
y el semáforo me detuvo por unos minutos en aquella esquina, me acordé de la
historia y busqué entre la gente una pareja de ciegos caminando juntos,
tanteando el mundo con un bastón. Y no, había.
domingo, 14 de febrero de 2016
viernes, 9 de octubre de 2015
Volar
Me invitaron a leerles cuentos, a hablarles de
literatura. Entré al aula, los saludé, les dije que era colcabambino como
ellos, que mi casa era aquel caserón de cancas y huerto verde que aun se
mantiene de pie en la bajada a Campo Armiño, que había estudiado en el colegio
Mayolo y que después me había ido a estudiar a Huancayo, a Lima y que alguna
vez termine escribiendo en una isla al sur del Japón. Cierren sus ojos, les
dije, ciérrenlos, pónganse cómodos e imaginen esta historia que les voy a
contar. Entonces les leí:
Tres, dos, uno: ¡Ignición!, gritó la voz del abuelo
por los audífonos. Un fuego rojo y denso comenzó a salir por las toberas, un
fuego que se transformaba en un torrente de vapor turbulento que inundaba los
alrededores. El terremoto de la nave rompiendo la inercia empezó a sacudirlo
todo, las fuerzas de reacción apretujaron tu cuerpo, la nave levitó, aceleró y
entonces, desde la cima pelada del cerro Plazapata, el Quillincho I despegó con
dirección a la Luna. Te asomaste, pudiste ver el pueblo bajo tus pies.
Colcabamba lucía como un estadio gigante y vacío, una hoyada cubierta de
cultivos de habas, papa, maíz; las chacras eran alfombras a cuadros, retazos
marrones, verdes, amarillos, cerros salpicados de árboles y diminutas casas de
adobe y tejados de arcilla. Viste el río Colcabamba atravesando el valle de
Pilcos, desembocando en el Mantaro, uniéndose luego al Apurímac, al Ene,
sumándose al Perené, abriéndose paso en la selva con un camino cada vez más
ancho en busca del Atlántico. A medida que la nave ascendía, viste esos ríos
como hilos plateados que agrietaban una maqueta gigante del Perú: costas
amarillas, sierras marrones, selvas verdes, como en tus libros de geografía. El
día era diáfano y soleado. Observaste el Océano Pacífico acariciando la costa
peruana con una espuma blanca, el perfil de guacamayo de la península de Guayas
en Ecuador, la cóncava costa colombiana y la cintura de hormiga de Panamá;
reconociste el apéndice colgado de Florida, la tripa de Cuba y Puerto Rico, el
codo empinado de la península de Yucatán en México. Hasta que te fue imposible
distinguir las costas de los mares. La tierra comenzó a tomar, poco a poco, la
forma de un balón, un amasijo esférico, blanco, verde y azul, delante de un
fondo negro; un fondo que terminó por imponerse hasta convertirlo todo en
oscuridad. El terremoto terminó entonces. Los ruidos cesaron, el movimiento de
la nave pasó a ser tan suave como la tranquilidad que sucede al despegue de un
avión. ¿Estás bien?, te preguntó el abuelo. Dentro de la escafandra de cristal,
reconociste sus párpados ajados, sus ojos de chino feliz. Sí, abuelito,
respondiste. Trata de hablar lo menos posible, te indicó; debemos ahorrar
oxígeno. Ahora el viaje será largo, pero tranquilo, no te asustes si sólo ves
oscuridad. La oscuridad se lleno entonces de estrellas, tan al alcance de las
manos que sentías tocarlas. Reconociste esa imagen. Era el mismo cielo negro e
iridiscente que recordabas haber visto el año anterior, cuando atravesamos a
medianoche las punas de Pampas, viajando sobre el camión del tío Máximo camino
a Huancayo. Cerraste los ojos y los volviste a abrir. Tu cuerpo se sentía como
una burbuja atrapada en el agua, queriendo ascender. Soltaste el cinturón de
seguridad que te ataba al asiento y te dejaste llevar por la ingravidez. Tu
cuerpo se alivianó como una pluma y quedaste suspendido, flotando, mirando
aquel enjambre de luces sin final…
Y hubieran visto sus caras cuando terminé de leer
la historia. Las caras de quienes acaban de pasear por un cuento, las caras de
quienes acaban de vivir una vida, las caras de quienes acaban de regresar de la
Luna. Y hablamos de qué les gustaría estudiar. Y hablamos de literatura, de
música, de ingeniería. De sueños, de quechua, de Colcabamba. Y nos reímos. Y
nos tomamos esta fotografía.
sábado, 8 de agosto de 2015
Lima, tú ni tienes cielo
Mi
colegio en Huancayo era tan grande, pero tan grande que para tirarse la vaca no
era necesario salir fuera de los limites de propiedad. Para desertar de las
clases, para olvidarse de los profesores, bastaba traspasar el pabellón de
mujeres, saltar el muro de tapiales y perderse entre los cerros de desmonte del
inmenso terral sobre el cual, se supone, alguna vez se construiría el
gigantesco y monumental estadio olímpico. Pero solo los malandros del 5to P y
demás iban para allá: los vagos, los viejos, los altos, los auténticos
rebeldes. Los que llevaban triqueando el último año de la secundaria, los que
ya no les importaba nada más. Los enanos y nerds del 5to K, no, nunca. Había
que estar loco para retar al profesor Huamán y su patrulla de brigadieres que
de vez en cuando peinaban la zona y barrían la bazofia. Pero una vez fui. La
vez que me nombraron brigadier de mi aula y también me tocó patrullar. En uno
de los cerros de la tribuna norte, tirados sobre una alfombra de pasto y
arbustos de chilca, los encontré fumando, cagándose de risa y escuchando “Heavy
Rats”. No me atreví a interrumpirlos. Detrás de un parapeto de adobes
desterrados, mi compañero y yo nos quedamos escuchando a Danai catándole a Lima
desde un minicomponente a pilas. “Lima, vieja sucia aldea/vieja pituca sin
tierras/Lima tú ni tienes cielo”. Yo no conocía Lima entonces y no entendí bien
que quería decir todo aquello. Pero me acuerdo bien de la canción cuando veo el
cielo panza de burro, cuando camino en los cerros pobres, cuando pasan semanas
y no sale el sol.
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